miércoles, 18 de septiembre de 2013

Okupa



El papel húmedo se deshacía entre sus dedos. Blando, viscoso. El resfrío había llegado con el último frío y persistía con fuerza primaveral. Hay una edad en la que el moco se vuelve crónico. Elena (¿por qué siempre llamo Elena a mis personajes?) frotó el pañuelo descartable contra su nariz enrojecida y lo volvió a guardar en el puño de su abrigo. De joven había tenido rasgos delicados, una nariz respingada. Por lo menos eso atestiguaban las fotos. Ahora en cambio parecía un tubérculo. Estaba vieja. Uno de los síntomas de la ancianidad era la compulsión al recuerdo infantil. Como si entre aquella niña lejana y esta señora mayor que se arrastraba por los pasillos del cementerio de Chacarita, no hubiera habido grises. Su abuela también guardaba el pañuelo con mocos en el puño. (Igual que a mía. Pero yo ni uso. Ni de tela, ni de papel. Un rollo de papel higiénico en el escritorio, y listo. Sueno y al tacho.) Uno chiquito, bordado, arrugado. (Mi abuela usaba los pañuelos grandes de hombre. Se había negado a regalar las pertenencias de su marido al enviudar. Y lo bien que había hecho, después de todo sólo ella sabía cuánto le había costado a Primo --¡se llamaba Primo!-- ganarse el pan, trepado a los postes de teléfono, repartiendo o reparando líneas telefónicas todo el santo día.)
Hubiera preferido un día nublado, más acorde con el entorno, y con su misión. No es que le molestara el sol brillando en el mármol de los panteones, al contrario, allí se sentía mejor que en su casa. El problema era que el calor encendía más aún su nariz y no podía dejar de estornudar. (Hay una especie de placer reivindicativo en el estornudo suelto sin contención ni prurito. Ese que te sacude el cuerpo desde las plantas de los pies hasta las raíces del pelo. --La imagen es de Carla, me quedó pegada. Es el riesgo de compartir tantas escrituras, qué va a hacer. Desde que la leí que me pregunto por qué invertir el orden. Por qué de los pies a la cabeza y no de la cabeza a los pies. O sea, que otro sentido infiere la imagen en ese orden. ¿Y si fuera al revés? La cabeza entonces sería más importante. En cambio de este modo lo que más importa es la planta del pie. Lo terrenal. Los pies en la tierra. Y la cabeza no es la cabeza. Son las raíces del pelo. O sea que el recorrido imaginario por el cuerpo que traza la imagen es de atravesamiento. Parte de las plantas y sube por dentro hacia las raíces de los pelos. Se detiene allí, sólo elige lo interno. De lo contrario continuaría hasta la punta del pelo.--  Me gusta ver la cara de espanto, la contorsión del otro evitando la gotita de saliva que se esparce sin discriminar, con la fuerza expelida por la acción misma del estornudo. Fuerza centrífuga que termina por bañarte a vos misma en tus propios fluidos babeantes. La nariz se libera por un instante, y el pañuelito asqueroso del puño limpia el desastre.) Como fuera Elena tenía un resfrío infernal, y el sol no ayudaba. Había trabajado allí toda su vida, no le temía a los muertos Ni a la muerte, pero preferiría transitar esos pasillos con algo más de salud. Le gustaba hacer rechinar sus tacos sobre la vereda.  (Entonces no es Chacarita, porque las vereditas del Cementerio de Chacarita están todas rotas. Tenés que caminar por las calles mismas que la atraviesan a escala, tipo diagonal de La Plata, y que igual están casi desiertas. A no ser por algún auto que de golpe pasa a una velocidad sorprendente.) El sonido del motor de un auto tapó unos segundos el piar de los pájaros enfervorizados por el calor primaveral.  El auto pasó tan rápido que Elena se preguntó si el chofer pretendía ahorrarse el viaje de la cochería. Habría que denunciarlo. Antes, cuando observaba una contravención de estas, sacaba su libretita y anotaba el número de patente. Ya no tenía su libreta pero igual, si no estuviera tan ocupada avisaría a sus ex colegas.  Le gustaba guardar las formas. Ese espacio era sagrado. Solía recordárselo a sus compañeros.
El olor del crematorio la trajo de nuevo al presente. Lo único que no extrañaba de su antiguo trabajo. Una bestialidad. No es que tuviera nada en contra de la costumbre de cremar a los muertos (¿a quién le importa lo que le hagan a tu cuerpo cuando ya no lo habites?) el problema era el olor. Nunca entendió por qué los vecinos no se quejaban.  Si hasta ella podía olerlo con resfrío y todo. El olor de los muertos.  (Nunca cremaron --¿por qué "cremaron" y no "quemaron"-- a ninguno de mis muertos sin embargo tengo claro el recuerdo de la imagen del cajón entrando a un horno gigante.  Así,  horizontal. De los pies a la cabeza. El fuego atravesando el cuerpo desde la planta de los pies hasta la raíz del pelo. Ahí sí queda clara la imagen. No necesita mencionar al pelo porque habrá desaparecido antes que su propia raíz. Por el tema de la combustión. Un recuerdo nítido. La boca desfigurada del horno tragándose un cajón de madera marrón. Será imaginado. O de alguna película. Soñado, no. No podemos soñar lo que nunca vimos. Imposible representar lo que no fue primero presentado. No somos dueños de la imágenes que nos despiertan. De la planta del pie a la raíz del pelo. --ene, ese o vocal. O zeta. También con zeta va tilde.-- Hasta recuerdo haber pensado qué desperdicio, para qué queman el cajón. Aunque si te entierran o te meten en un nicho también el cajón se desperdicia. Cuanto envoltorio para un cuerpo putrefacto.)
Elena sabe que hasta de los más elegantes mausoleos brota un olor hediondo. La humedad, los gusanos. No es que le molestara, no. Vientisiete años de servicio y no faltó ni un sólo día a su trabajo. Antes solía tener buena salud. El trabajo la mantenía sana. Sintió burbujas gaseosas en la nariz (No siempre grave con zeta lleva tilde) y lanzó un estornudo que retumbó en las paredes internas del panteón del banquero que nadie recordaba, ni reparaba sus vidrios. Seguía igual que siempre. O peor. La puerta ahora permanecía semi abierta, como invitando al transeúnte a pasar. El cajón de madera que contendría los restos del banquero, se exhibía impúdico bajo el altar de mármol. ¿Habrían muerto todos? Difícil porque la cripta sólo tenía ese cajón. O el muerto habrá sido poco querido. Una sola placa en la puerta: "Al mejor empleado del banco", sus compañeros. (Un empleado de banco no llega a casita en el cementerio, como mucho nicho comunitario por cinco años y después urna. A quién se le ocurre ocupar tanto espacio vital con tanta ausencia de vida.) Buscó el pañuelo escondido en la manga y se limpió. No había nadie a esa hora, podría encontrar a su antiguo jefe solo. Faltaban unos pocos minutos para las 14, hora en que empezaba el turno de la tarde. Capaz que aún no había llegado. Lo esperaría. Era un lugar público. Cualquiera podía pasear por las vereditas angostas. (Angostas, ¿ves? Es Chacarita, nomás. Y visto así, desde la perspectiva de Elena, o de cualquier otro transeúnte que lo habite en forma vertical --la mayoría lo hace en forma horizontal--  el cementerio parece una pequeña ciudad, con sus calles pequeñas, sus casitas, algunos edificios más altos, pero también a escala pequeña y con varios habitantes. Las iglesitas, placitas, jardincitos. Como la Ciudad de los niños, pero de los muertos. No hay banco pero está la casita del ex banquero. Los monoblocks del conurbano representados por los nichos que se apilan como colmena de abeja. Y los ricos viven en la zona residencial, la de la lápidas rodeadas de verde césped. ) Al doblar en la esquina  vio a Domínguez dormitando sobre su silla. Había llegado puntual. Se quedaba él el mausoleo de los maestros para dormir tranquilo. No iba nunca nadie, se pasaba el turno sin tener que entrar siquiera. A ella, en cambio, le dieron siempre el pasillo de los nichos con los muertos más recientes. Había que lidiar hasta con la escalera.  Hay que aguantarse veintisiete años de pasarle el pañuelo a la viuda sabiendo que el llanto no la traerá de vuelta nunca más. (Por qué viuda, y no viudo. El prejuicio machista acecha.) A Elena le hubiera gustado trabajar en esta otra ala pero sabía que era imposible. Esa era una zona para los empleados mejor vinculados con el Sindicato de Obreros y Empleados de Cementerio de la República Argentina.  El S.O.E.C.R.A. Un sindicato muy poderoso, no era fácil. De hecho a ella la habían ayudado mucho con su jubilación. Aunque ahora se arrepentía, no le había sido muy provechosa. No tenía mucho que hacer con su vida. Sólo le había servido para darse cuenta de cuán sola estaba, de cuantas enfermedades acechaban a los viejos, y de lo cerca que estaba del cementerio, pero de las entrañas del cementerio. Por eso había ido a verlo a Domínguez (¿a que si me pongo a rastrear encuentro otros cinco Domínguez más en otros de mis relatos?, me aterra más la falta de imaginación que la muerte). Necesitaba pedirle un favor inmenso. Pensaba darle todos sus ahorros. Total, ahora que estaba tan enferma que ni podía superar un resfrío de qué podía servirle el dinero. No se iba a llevar el dinero a la tumba. No señor. Se lo gastaría todo en un descanso digno. No podía aceptar que cremen sus restos molestando a todos los vecinos, menos aún que la coloquen en uno de esos nichos. Los monoblocs del cementerio. Ella quería, merecía, un panteón. Si, Domínguez sabía que había muchos deshabitados. Más de la mitad. No le robaría nada a nadie porque están en desuso. Como quien ocupa una casa abandonada cuando no tiene un techo donde vivir. Ella ocuparía una de estas casitas y se quedaría allí tranquilita por toda la eternidad. Se acercó al hombre, estornudó con fuerza, limpió su nariz y comenzó su alegato. (Si por lo menos pudiera dejar de estornudar.)



Bibiana Ricciardi