jueves, 5 de septiembre de 2013

Alud



de Bibiana Ricciardi

-- Hasta acá llegué.
Laura lava sus manos con esmero. El agua tibia desborda sus manos e inunda la pileta colapsada del baño del personal. El abandono con el que el estado trata a sus empleados. A quién podría importarle que esté tapada la rejilla del sumidero del toilette femenino, del ala derecha, del sexto piso de la Biblioteca Nacional. Podría ser ese o cualquier otro. La mole se degrada. No se puede tapar el sol con un dedo. Apenas si intentan conservar los documentos que atesora el tesoro. Tarea igual de infructuosa, pero más digna.
Como con los papeles valiosos, Laura centra la atención en sus dedos, es imposible cuidar la higiene de sus manos y la del baño. Elige sus propias extremidades, destreza de bibliotecaria. Esas yemas han acariciado el manuscrito y deberían volver a hacerlo. No usa guantes de goma. No sería propio. Elemento para cirujanos. El investigador, en cambio, necesita del tacto para encontrar  vida. Laura tiene suficiente experiencia como para haber aprendido muchos de estos trucos que no se enseñan en la facultad. Por eso su enojo.
-- Última vez.
El espejo es su único testigo. Pero ella no le habla. No se mira mientras se habla porque no se habla a sí misma. Le habla a él. A Germán. El hombre que la arrastró en la locura de rastrear las huellas del maquiavélico escritor. Ese que trazó su trampa pensando en cazar a la mosca que volaría cuando él ya no estuviera. Que pretende manejar los hilos de la trama desde el más allá.  Con ella no. No permitiría que se complete la transmigración de su alma perversa. Justo. Ella que se ató las trompas en cuanto supo que no podría evitar tener sexo. No tendría un hijo para no verse continuada en otro, menos iba a permitir que el famoso escritor la usara de medium. Y no le importaba ningún argumento. Por más que Germán asegurara que su abuelo (sí, Germán estaba convencido de ser el único descendiente directo de tan ilustre señor) necesitaba de ellos para que su obra continuara mutando, abismándose en nuevos laberintos pese al corset en que su viuda pretendía encerrarla. Y a ella qué. Una cosa era trabajar a destajo revolviendo papeles, tejiendo y destejiendo tramas ajenas, y otra muy distinta permitir que el  más célebre escritor contemporáneo prosiga su obra a través suyo. La eternidad no existe. Todos deben degradarse. Pudrirse en el fango. Dejarse tapar por el lodo de los aludes del tiempo. Y el que no una prenda tendrá. Y la prenda esta vez se la puso ella. De tanto estudiar los dobleces de la tinta oscura en la que envolvía su engaño el escritor aprendió a copiar su letra a la perfección. Parecer no es ser. Ella puede hacer la letra del otro sin que nadie note la diferencia. Pero no es la letra del otro. Ergo ella sigue siendo ella, la dueña de la copia exacta. No es el otro, es ella. Una mujer común y corriente que se atrofia como cualquier otra. U otro. Por eso, su acción permitiría que el gesto del antepasado se detuviera.
Germán estaba tan excitado que no quiso ni tocar el pequeño manuscrito amarillento que apareció entre las páginas de la vieja revista. Mientras él corría a buscar sus guantes de goma, ella garabateó sobre el papel con la pluma del extinto. Esa que también atesoraba el tesoro.  Conocía de memoria el texto original, y alcanzaba a comprender el dibujo de líneas de la secreta forma de tiempo que el nuevo final agregaría al texto inmortal. Por eso, de un plumazo escribió otro más terrestre, o no. Pero otro. Uno que cambiaría el curso de la repetición infinita de tramas, y que la liberaría a ella de la trampa que la encerraba en la mole de cemento, rodeada del centenario polvo.
Desde el marco de la puerta del baño Germán la observó cerrar con desdén la canilla sin siquiera enojarse por la humedad de sus pies. La ceja enarcada. La dejó escapar. No podría ir muy lejos. El laberinto era inexpugnable y ella lo había completado con su gesto previsto.

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