lunes, 21 de febrero de 2011

China



                        El sonido rítmico del metal horadando la arena denota la destreza de quien empuña la pala. Una herramienta conducida con habilidad tal, que logra doblegar la resistencia que opone el elemento firme que la recibe. Facundo maneja la pala con precisión. Ha crecido lo suficiente como para que por fin le presten la pala de verdad. La del Jeep de su tío. Veranos enteros mirándola con deseo, mientras empuñaba la pequeña palita de plástico, con la que era imposible cavar un agujero más alto que él mismo. Por lo menos no antes de que el sol termine de apagarse en el mar. El día nunca era tan largo como para cumplir el objetivo. Y a la mañana siguiente el inmenso hoyo siempre se había transformado en un charquito inofensivo. Su madre reía. “Jamás lograrás ganarle al oceáno”. Pero el no pretendía tal cosa. Le alcanzaba con llegar del otro lado. El tío decía que si era suficientemente fuerte podría cavar hasta China.
            Esta primera tarde del verano, el sol apenas si oscila hacia el horizonte marino, cuando de Facundo no se ve más que un montoncito de arena que sale expedida hacia fuera del hoyo. Milena lo observa de lejos, bajo la sombrilla de su familia. Otros años había colaborado con la misión. Duda, no se atreve a acercarse. El sol continúa su camino hacia el ocaso, las sombras se estiran largas sobre la arena. Ella decide acercarse lenta, arrastrando los pies, dejando un surco tras cada paso. Parada en el borde del pozo observa.
            --¿Qué hacés?
            Desde el fondo Facundo ve los rulos negros de Milena que se agitan con el viento. Entrecierra los ojos y vuelve a mirarla como sin reconocerla. El movimiento de los rulos deja entrever una nueva curva en su bikini.
--¿No pensarás llegar a la China, no?
            -- Por supuesto que no. Estaba probando nada más.

                                                                                              Bibiana Ricciardi
                                                                                              Orense, enero 2011
             

Con vista al mar

Cuatro días grises, mojados, espesos. Agua sobre agua. Más allá de la ventana, el mar tragaba cada gota con gula lujuriosa.
Con vista al mar. Una fortuna. Aníbal dijo que valía la pena. No importa el dinero. Necesitás descansar. Si vas a la playa que sea al cien por ciento, qué vas a andar amarrocando. Los chicos felices porque se cruzan corriendo al balneario, y vos te olvidás de ellos por un rato. Si nos llega a tocar mal clima, por lo menos disfrutamos de la vista desde la cama.
Nos. Sólo los fines de semana era nos. Porque Aníbal trabajaba todo el verano. Temporada de cosecha. A la siembra no se la puede apurar. Ella fingía decepción. Disfrutaba de ése numerito que le montaba al marido todos los años. Le hubiera gustado llorar para mejor la escena. Pero no era de las que lloran. Mientras los chicos vayan al colegio no nos va a quedar otra. Después nos vamos de vacaciones en abril. A Europa, si querés. Disfrutamos el verano europeo. ¿Disfrutamos? El plural siempre era engañoso. Le daba igual. Las vacaciones eran un trámite que había que cumplir anualmente.
            Un año Aníbal decidió que a ella le sentaría la montaña. Fueron a Bariloche. El lago se extendía frente a ella con la misma contundencia feroz que el mar. Peor porque estaban las montañas también. Doble amenaza. La ciudad es cómplice, la naturaleza testigo. Espejo que se abisma. Mar, lagos, montañas. Entes milenarios que acechan al turista desprevenido desde su magnitud. Ocultan detrás de su mansedumbre una seguridad peligrosa. Son absolutos, completos en sí mismo. ¿Quién más? Sólo ellos. Seres perversos que acosan al paseante con sus propias dudas. Cuando Aníbal los visitó quiso escalar. Cada piedra, cada promontorio parecía reírse de ellos. El viento seguiría puliendo esas mismas rocas  aún cuando ellos no sean ya ni una migaja en el recuerdo de sus descendientes. Odió la montaña más que al mar. Olvidó su libreto establecido, y cuando Aníbal tuvo que regresar a sus obligaciones, le rogó que volvieran todos. Su marido la miró extrañado. ¿No vas a llorar, no? Pero ella jamás lloraba. Su cuerpo se quedó en la montaña, pero su cabeza recorrió el asfalto caliente por el resto del verano. La ciudad es artificio que sólo el hombre condiciona.
A la mañana, sentada frente a su desayuno, observó de reojo a los otros veraneantes. Junto a la ventana una pareja de ancianos desentonaba con la euforia general. Decían que a ellos no les molestaban los niños porque les recordaban a sus propios hijos. Disfrútelos, pasa tan pronto. Que pase, sí. Rápido. Así deja de preocuparme. Sonrisita condescendiente. La piel morena, el cabello decolorado, el enemigo dejaba huellas en sus hijos. No eran indelebles.  No importaba; no habría terminado de probarles el uniforme escolar, que ya serían los mismos niños pálidos de siempre. La ciudad cuida bien a los suyos.
Cuando era niña sí disfrutaba de las vacaciones. Había mucho que hacer. Una calesita non stop de quince días. Cuando se detenía era una tragedia. El tiempo había pasado, pero ella no lo había notado hasta que ya era tarde. Qué maravilla la infancia. La que lloraba desde que llegaba era su madre. Un llanto ocupaba los primeros y los últimos días de las vacaciones. Pero como sólo se iban quince… Durante muchos años creyó que el problema era ése: la brevedad. Uno espera todo el año por sólo dos semanas de vacaciones que se pasan volando. El mismo Aníbal se lo propuso. La vida es para disfrutarla. Mientras se pueda… Vacaciones todo el verano completo. Se casaron en abril; en diciembre él estaba tan complicado con el campo, que apenas si pudo parar para brindar por las fiestas. Ella, embarazada ya de Alvarito, pasó el verano yendo de la cama pegajosa por la humedad y el calor, al inodoro. Unas náuseas infernales. La última vez, dijo Aníbal. El verano que viene te vas a la playa con el bebé, y yo los visito los fines de semana. Y así fue. Con Alvarito, y después con Delfina. Los tres todo el verano en la playa. Y Aníbal cada tanto. Llegaba algún sábado al mediodía, y el domingo antes de almorzar ya tenía los ojos lejos. Para él era más fácil, claro. No tenía ni que enfrentarse con el mar. Una mancha oscura tras el ventanal. Se paraba en el balcón con el teléfono en la oreja pero no lo veía. Sonrisita, voz aflautada, su cuerpo estaba pendiente de la conversación telefónica. El mar ni lo arañaba. Ella prefería mirarlo desde adentro. No le gustaba el balcón.
            En una temporada completa hay por lo menos diez días de lluvia. Ni siquiera le importaba que Aníbal no hubiera viajado por e clima. Ya había actuado su decepción telefónica. El problema seguía siendo el balcón. O mejor dicho, lo que se abismaba tras él. Agua sobre agua. El somiere gigante flotaba frente al ventanal. El viento, presionando contra las rendijas de los ventanales, entablaba un diálogo demencial con los bipidos  de los juegos electrónicos de los niños. Agarrada con fuerza a su libro cerrado, ella permanecía inmóvil en su intento por evitar que algún sonido propio se desprendiera de su cuerpo, y participara de esa ceremonia demoníaca. Una lágrima muda se congeló en su ojo derecho. Garúa mansa pero pareja. No escamparía.

                                                                       Bibiana Ricciardi
                                                                       Orense, enero 2011
           

Cencerro

            --¡Emma!
            El silencio recorrió el salón. Eran las cinco en punto y afuera no pasaba ni un alma. Sólo el viento norte. Un soplo caliente, espeso, aliento diabólico que vaciaba la cabeza y erizaba la piel. La gente sensata estaba en la playa. Emma soñaba con el alivio de de una ola lamiéndole los pies.  Tirada en la cama, con una remera que apenas si cubría su gruesa humanidad, jugaba a no oír el reclamo del ciego, quien había decidido por los dos una siesta obligatoria.
            ¡Siesta! Si no lograba pegar un ojo por más de un segundo. Cada vez que lograba conciliar el sueño, el viejo la despertaba con sus alaridos. La había ubicado en la habitación de servicio, justo detrás del salón de la casona familiar. Bastante más allá del cuarto principal en el que descansaba su patrón. Para evitar habladurías, decía. Y sería por eso también que la mantenía todo el día encerrada.
            --¡Emma! ¡No te hagas la dormida!
            Él no veía, ella no oía. Dicen que no hay nada que moleste más a un ciego que un sordo.
            -- ¡Emma! Escucho tus pulseras, te estás moviendo.
Y ahí fue que se le ocurrió la gran idea. Viejo zorro. La celaba tanto, que le había puesto esas pulseras metálicas, que hacían tanto bochinche cuando ella se movía. Cencerro humano. ¡Cómo se había reído el desgraciado!
            Con la cinta que sujetaba sus rulos morenos, Emma ató las pulseras y las colgó junto a la ventana abierta. El viento norte se ensañó con fuerza con el móvil improvisado.
            -- ¡Emma! – gritó el viejo.
            Pero ella ya no lo escuchaba. Con la pollera arremangada por encima de los muslos, reía coqueta con cada ola que amenazaba que subía por arriba de sus rodillas.

                                                                                              Bibiana Ricciardi
                                                                                              Orense, enero 2011

           

Guardavidas


            Inspiró. El aire marino inundó sus pulmones. Expiró con fuerza; estiró sus brazos. El verano había sido su estación preferida. Colgaba los libros, y a trabajar a la playa. Guardavidas toda la temporada. Si hubiera sido por él, capaz que cambiaba la chapita de la puerta del consultorio, por los slips rojos de los bañeros. Qué épocas. Sonrió. No había quién se le resistiera. De hecho sus músculos todavía se marcaban con fuerza bajo el abrigo. A su derecha unas risitas eufóricas lo despertaron del recuerdo. Intentó verlas sin  delatarse, pero no le daba el ángulo del ojo.
            Con cuidada distracción se sacó el buzo excesivo para semejante día. Volvió a estirarse, y las risitas revivieron. Como andar en bicicleta, los movimientos no se olvidan por más tiempo que pase. Caminó hacia el mar coordinando sus pasos elásticos. Pavo real que se infla. El viento del sur amenazó su delicado equilibrio capilar. Preocupado, intentó sostener la estructura arquitectónica que el gel, con repentina rebeldía marina, se negaba a fijar.  Agudizó el oído intentando percibir la reacción de la platea femenina. Nada. Ya no lograba verlas ni con el rabillo del ojo. Giró con ansiedad su cabeza y las vio: saltaban entre las olas, jugaban entre ellas. Se adentraban en el mar intentando mantener fija en ellas la atención de quién las observaba. El viento erizaba el agua. La espuma de las olas volaba hasta la orilla enredándose en la espesa melena rubia del guardavidas que las vigilaba sonriente.   



                                                                                  Bibiana Ricciardi
                                                                                  Orense, enero 2011