viernes, 11 de mayo de 2018

Madre

El pulpo se retuerce sobre mi. Trepa hasta el cuello, un tentáculo se enrosca, me quita el aire. Moriré en el intento. Tiene dos piernas y dos brazos que parecen ocho. Si pudiera atajarlo. Si mis extremidades se multiplicaran tal vez sí me recibiría de madre.

jueves, 3 de mayo de 2018

Vini, Vidi, Vinci - Relato de viaj de una pequeña escritora

Relato de viaje en clave literaria. Cómo es participar de una feria del libro, de qué modo se vive una ciudad cuando el viaje es con libros.
 
En esta entrada el Capítulo 1: La llegada a la FILBo 18, Bogotá.

https://www.youtube.com/watch?v=-B-0iJIUYVc

jueves, 29 de diciembre de 2016

Ristretto

Te hubiera llevado a tomar un café. Al barcito ese diminuto de la vuelta del ático en el que nos recibiste, pasando el túnel. Hubieras pedido un capuchino para mí y un ristretto para vos. En italiano pero resaltando con fuerza cada palabra como cuando hablás español. (¿Notaste que en tu boca no hay gran diferencia entre ambos idiomas?) Me habrías comentado sobre el detalle arquitectónico del balcón que se asomaba a la ventana de nuestra mesa. El mozo hubiera traído las dos tazas. Una alta y otra baja. Una llena hasta arriba, espumosa y clara. La otra, la pequeña, con apenas unas gotas de brebaje oscuro. Te hubiera hecho un chiste sobre lo breve de tu infusión. Con una semisonrisa me hubieras dicho que para "pishiatture" (me vas a disculpar pero debo escribir por fonética) ya habías tomado el café de la mañana. Ese que habrías hecho vos mismo un par de horas antes, en la cocina del ático en el que nos alojaste. Me habría preguntado por qué lo hacías así si en verdad te gustaba asá. Pero no te hubiera dicho eso porque en mi sueño, este que sueño mientras el tren se aleja, después de que nos despediste en el andén esta madrugada gélida con la mano en alto y la sonrisa triste, en esta duermevela me permito ser lúcida, equilibrada, y ser capaz por fin de decir lo que quiero decirte y nunca te digo. Por eso, hubiera tomado un sorbo de capuchino sin azúcar, vos hubieras volcado todo un sobrecito en tu mísero trago reconcentrado, y justo en el momento en el que hubieras intentado disolverlo con la cucharita te hubiera dicho cuánto te quiero.

miércoles, 28 de diciembre de 2016

Mar Mediterráneo

Si fuera serpiente tendría menos curvas. El bus se disfraza de pavo real, se desbarranca. El sol toma baños de mar. Entrecierro los ojos, la belleza empalaga.
¿Y si Etelvina hubiera muerto para que yo corcovee en estas montañas?
La idea fue una gota de limón descendiendo hasta las entrañas de mi cerebro. El ácido me retrotrajo a su relato.

En esta esquina había un negocio de pan.
Mi padre señalaba, parecía Dios en su semana creativa. Nombraba, describía, apuntaba y una leve colina apacible de casas elegantes se transformaba en un campamento de soldados aliados ganando una guerra sangrienta que cambiaría el curso de la historia.
Acá, esta calle estaba partida. Tenía un hueco gigante.  Una bomba había caído justo adelante de mi casa.
Mi padre, el cancerbero, el flautista, viene tejiendo tragedia y comedia con destreza de experto. Recuerdo ese tono. Uno que me hacía creer que la guerra había sido divertida para un niño. Uno que me impidió tantos años comprender por qué.
La hija de la panadera me había adoptado. Etelvina se llamaba. Era chiquita, bonita. Me veía como su hermano mayor. Preciosa.
Era una tarde primaveral de invierno. Salerno había sido el fantasma con el que me había criado y ahí estaba su cancerbero, dándome las llaves e invitándome a entrar. Mis hijos, mi madre, mi sobrina y yo lo seguíamos como ratas al flautista.
 Ese día habían llegado nuevos camiones, crucé a ver de qué se trataba y Etelvina me siguió. Le di la manita, miramos un rato, nos paramos en ese cordón, y estábamos por cruzar cuando un camión que tenía un fierro sobresalido le dio un golpe en la sien que la dejó muerta en el instante.
La mirada se le congeló en el horizonte. Este o aquel. Nos obligamos a dejar de mirar cómo tragaba el nudo, buscamos el mismo punto en el que ahogar nuestra furia.

El Mediterráneo se tiñó de rojo, el sol por fin me devolvió mi oscuridad.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Tipa

El anciano está parado en la puerta de un local parecido a los otros. Dice que allí hacía la cola para que le dieran su ración diaria de leche. Muestra con los dedos cuanto era esa cantidad. Agrega que así era todos los días. Lo mandaba la mamá. Mira alrededor, mide el alcance del relato. El grupo que lo rodea duda. Una mujer los graba con su teléfono. Entonces el hombre eleva la voz, señala una ventana del edificio de enfrente y dice que una vez vio a una señora allí mirando cómo hacían la cola. Comenta que jamás pudo olvidar la imagen, sacude los ojos.
- Había muchos piojos. Yo nunca vi nada igual. Se te metían en la costura del pantalón. Cuando me lo sacaba jugaba a reventarlos golpeando los bordes.
Uno de los niños gira su cuerpo hacia la ventana igual a las otras. El anciano levanta un dedo curvo y lo sacude.
- La tipa tenía los brazos levantados -dice y levanta los suyos- Se sacaba los piojos de los pelos de la axila.- El anciano muestra la acción narrada. Tipa, dice. Y la palabra raspa la cuadra semejante a las otras en la que aquel niño había esperado su leche sin saber que aprendería a decir "tipa" muchos años después del otro lado del océano.

jueves, 6 de octubre de 2016

Anaísmo

Ana saca las garras. Araña la panza.
Gata.
Llama. Amaga.
Ladra la pata, nada la gata.
La mamá tapa la nana, asa la papa.
Ataja, sana.
- ¡Pará! -arranca- ¡Faltan la e, la i, la o y la u!

jueves, 1 de septiembre de 2016

Sangre azul

Uso tu lapicera fuente. Escribo en imprenta. Te fuiste tan rápido. Escribo en español. Escribo palabras. Letras redondas. Escribo en imprenta. Soy estas palabras que taladran tus papeles. Escribo en español, en imprenta, con tu lapicera, del otro lado de tus papeles. Se trasluce tu firma. Apreto la pluma para que lastime al papel. Tinta indeleble. Sangre azul. Soy una princesa que se desangra sobre tu espalda. Soy un río de palabras. Soy este texto que jamás podrás borrar. Soy estas palabras azules a puntitos rojos. El rojo vacía mi cuerpo, el azul tu lapicera. Jamás olvidarás este texto azul y rojo en el que me he convertido.

domingo, 17 de abril de 2016

Agujas

Esperaste que el reloj diera las siete. Los relojes. Había demasiados. Abriste la bolsa de Auchan, sacaste el tejido. Las agujas gruesas de madera habían quedado enganchadas en la bufanda. Las clavaste con cuidado antes de salir de casa por la mañana. Las habías enredado del revés hacia el derecho y luego de vuelta al revés. Lo hiciste tan despacio como lo haría una niña de siete años y medio. La voz de tu mamá en la sien. Te limpiaste el sudor de la nuca. Tenías las manos húmedas. La escuchaste decir que te laves las manos antes de volver al tejido. Te las secaste en el pantalón. Pensaste en abrir la ventana. Ruido fresco o calor ahogado. No lo hiciste. No tomaste tu café. Guardaste el tejido en la bolsa del supermercado. Solo hacías bufandas. A rayas. Franjas de dos centímetros. La bandera de Francia. Estabas agradecida. Desenganchaste las agujas con cuidado. El reloj de la izquierda tropezó. No lo miraste. Conocías el truco. Le daba por dar saltos. En cualquiera de los dos sentidos del giro. Era poco confiable. Las primeras semanas aprendiste que no se debe confiar en los mecanismos suizos. Y que jamás se debe mirar un reloj a la cara. Te sacaste con delicadeza los tapones de los oídos. Te los habían dado en el avión pero no los usaste jamás en el vuelo. La aversión por el sonido externo te había nacido en esta ciudad. El tic tac a repetición te golpeó de frente, buscaste equilibrio, abriste las piernas. El marinero se afirma a la cubierta del barco para enfrentar la tormenta. Una ola gigante. Los relojes de la derecha eran mucho más potentes. Habían pertenecido a la vieja estación. No te dejaste inmutar. Sacaste la aguja derecha, la que sostenía los puntos. Los viste saltar uno por uno al ritmo que marcaba el chiquito de la vidriera. El que una vez estuviste a punto de venderle a una turista. Te lo había pedido, lo había visto, oído, querido. Lo estabas envolviendo orgullosa. Una venta. Un poco de sentido en ese cementerio de relojes. Escuchaste la voz de la dueña felicitándote. Volteaste a buscar la cinta para cerrar el paquete y cuando volviste al mostrador la mujer ya no estaba. Desenvolviste el pequeño artefacto, lo colocaste con cuidado en la vidriera y regresaste al tejido. Ahora terminaste de sacar la aguja. Los puntos rojos abiertos como ojos. Tiraste lentamente de la punta. La lana comenzó a danzar un baile de pestañeos rojos azules y blancos al compás del tic tac sincopado. Terminaste de destejar la bufanda. Ovillaste con cuidado la roja, luego mucho más despacio la azul y por último apurada sospechando que habría habido un salto a tus espaldas, la blanca. No miraste ninguno de los relojes. Sabías que eran las siete. Guardaste las lanas en la bolsa de Auchan, saliste y cerraste con llave el local.