jueves, 25 de febrero de 2016

Cumbre

Trepa. El cuerpo inclinado, la boca fruncida, los dientes apretados, la frente en alto.  Ruge el viento enojado. Crecen alas entre los rulos del intruso, el viento le sopla una arena pesada que frena el vuelo. Pero el pequeño no se detiene. Entrecierra los ojos. Hunde sus pies hasta la rodilla, el médano tibio se abre como si se dejara. Late, acecha. Ríe un silbido ronco. El chico lo oye y se detiene. Corcovea una forma imposible, el chico aplaude. Trepa la pared con manos y pies. La cara contra la arena que le susurra un murmullo imperceptible. Una cadencia monocorde en idioma desconocido. Es la clave secreta. El chico estira sus oídos, retuerce sus orejas. Sueña con un diccionario que reúna todos los sonidos que el viento puede arrancar. Un rugido gutural lo estremece. Ahora se ha enojado. El chico se sienta. Da la espalda a la cuesta. Sus ojos buscan ayuda en la orilla lejana.
El sol detiene su descenso sopla sombras cavernosas en la ladera. El chico sujeta sus rulos con una mano, con la otra en visera busca abajo, a la orilla. Desde allí el mar es un charco. No puede espejar al médano que intenta montar. En el borde, pequeños, agachados, el hermano mayor y el padre se desesperan ajustando el gancho con el que intentarán robarse un pez. Dos cabezas, tres cañas. La suya quieta, abandonada, esperando al niño que ha salido a cazar.
El viento contiene el aliento, espera al sol que mira al niño, que escudriña al mar. Un canto suave rueda barranco abajo, gira círculos de arena espesa, llama al niño, reprime al sol. Continúa su marcha el astro, desciende su luz oblicua que ilumina los pies del niño que a vuelto a trepar. El viento acecha en la cima, no lo quiere asustar.