domingo, 15 de diciembre de 2013

Ficciones

Ficciones


Soy de las que tienen las cosas claras. Cada una por su nombre, sin confusión posible. Por ejemplo esto que escribo aquí. Si, esto. Esto mismo que usted está leyendo. Esto que aún no tiene nombre. ¿Cómo podría llamarlo si aún no tiene forma? Lo que digo: cada cosa por su nombre. Al pan, pan. Y a la descripción del pan, texto. Puedo nombrar hasta el tipo de olor que despide la hogaza recién horneada. Su textura, su color. Puedo utilizar decenas de vocablos para describir al detalle dicho ente. El problema no es de amplitud de vocabulario. Las palabras por suerte abundan, pero no pueden reemplazar al pan. "Esto no es una pipa". Esto que acabo de entrecomillar no es Magritte. Es sólo una cita. Por eso, volviendo a lo mío "esto" que está tomando forma textual no es un relato personal. Ni siquiera una reflexión autobiográfica. ¿Por qué lo sería? ¿Porque está escrito en primera persona? ¿Porque quien afirma su convicción sobre la forma lo hace mientras relata? ¿Porque coincide la voz de la narradora con la de la protagonista? De todos modos me estoy yendo del punto. la idea es escribir un cuento, y esto todavía no lo es. Pero tampoco es real. Es ficción. Aunque escriba y reflexione en primera persona. Aunque yo también tenga un hijo que quiere un perro. Digo yo, la autora, no la protagonista. De hecho no somos la misma persona. Ambas tenemos un hijo. O dos, en verdad. Uno mayor que el otro. Tan mayor como para poder argumentar con fuerza antes de que sea concebido su hermano. El niño (evitaré nombrarlo para atajar suspicacias) quería un perro. Mi hijo mayor, que aún no lo era porque todavía no tenía hermanos. Pero a mí (la que habla ahora soy yo misma, el personaje de ficción) jamás me gustaron los perros. Por eso argumenté que antes de tener un perro prefería tener otro hijo, ya que los bebés dan tanto trabajo como los perros. No fue una humorada. De hecho, su padre y yo concebimos así una nueva criatura. Un cachorrito. Macho, dulce y juguetón, que en cuanto creció lo suficiente pidió un perro. Mi marido y yo ya estábamos cansados y preferimos no discutir. Llegó así Atos a nuestra casa. ¿Moraleja? Nunca digas nunca. La prueba fehaciente de que esto no es un texto autobiográfico es esta. Quien me conoce (a mí, la escritora es quien escribe ahora, no la protagonista) sabe que yo jamás aceptaría un perro en mi casa. Tengo un marido y dos hijos. Pero jamás tendría un perro.


Bibiana Ricciardi

martes, 10 de diciembre de 2013

Aire

Aire
de Bibiana Ricciardi
diciembre 2013

La noche anterior al debut Analía no durmió. Dormitó, se retorció en la cama, imaginó que soñaba, escuchó su voz en la, en mi y en sol, pero no durmió. Por momentos casi se convenció de estar dormida. El cuerpo inmóvil por horas y las imágenes rebotando en su cráneo no podían ser sueño. Las ojeras matutinas confirmaron la sospecha: El espejismo no había alcanzado.
Abrió la canilla y dejó escapar el chorro entre sus dedos hasta que lo sintió helado. Juntó agua entre sus manos y la derramó en sus ojos. Sin volver a mirarse se lavó los dientes, enjuagó su boca, y tragó el último poquito de agua mezclada con pasta de dientes. El oler nada tiene que ver con el oír, sin embargo ella misma había comprobado cuan mal sonaba su compañera cuando no lograba evitar las milanesas con ajo que le preparaba su madre.
-- Es solo una muestra de canto.
La voz de la mamá de Analía sonaba cansada. Si su hija no se hubiera levantado tan temprano podría haber dormido más. Los sábados eran su día de descanso. Amaba a su niña pero sobre fin de año el amor se escondía. Tanto cierre le cerraba el corazón, la volvía impermeable. No podía recordar su propia emoción. Ni quería. El corazón pétreo la había ayudado a sobrevivir. A los golpes, al miedo, al silencio. La música de su recuerdo era disonante. Por eso ella misma se ocupó personalmente de la banda sonora de su hija, le llenó los oídos de acordes cálidos.
Minutos antes de la presentación el aire era escaso. Los ventiladores parecían adorno. En ese lugar se privilegiaba el sonido, no el aire. El espacio reducido del aula de canto no ayudaba. Una señora sacaba fotos con el teléfono. Su cuerpo grueso se paseaba entre las sillas plásticas con destreza. Desde el escenario su hija, objeto de aquellas fotografías, no lograba conciliar el arcoiris de colores de su cara. Analía, a su lado la sostenía con la mirada. Juntas dieron un paso al frente, giraron su cuerpo esperando la señal del docente, y cantaron a dos voces con dolorosa concentración.
En el banquito que le había tocado en suerte la madre de Analía carraspeó suave. Alguna cosa molesta se le atoraba en la garganta, no la dejaba respirar. Se veía dulce su niña, sonaba bien. Su voz era suave pero entonada, los ojos le brillaban. Inspiraba aire y expiraba una melodía arrulladora. Ella, en cambio, inspiraba en vano. Su corazón se aceleraba, el estómago se le contraía. Intentaba pero no podía. Se imaginó ahogada antes de que terminara la canción inaugural. Concentrada en respirar se entregó a las voces como sí fueran un tubo de oxígeno. Las pequeñas concluyeron la canción, la señora de las fotos aplaudió de pie, el resto acompañó bostezando. Cada uno iba a ver a su propio vástago, no al ajeno. Todavía sin lograr inhalar aplaudió quedo, y pensó en salir un rato, hasta que su hija volviera a cantar.
Pero tras el aplauso a desgano, la niña multicolor retrocedió un paso y dejó a Analía sola en el frente. No habría forma de ganar la calle. La inmersión continuaba. Creyendo morir ahogada vio a su pequeña cantante abrir  la boca para inspirar, al mismo tiempo que el pianista marcaba el primer acorde. Un reflejo la llevó a imitar el gesto, y duplicó el esfuerzo. Intento vano, su garganta era una piedra por la que no pasaba aire alguno. La vocecita de Analía subió suave, imperceptible, perseguida por el piano, doblegada por la mirada del docente, sostenida por el aliento ajeno. Cantaba con su propia voz y con el aire de su madre, que se retorcía en la platea. La melodía levaba, sostenía la impaciencia de su auditorio, quebraba, laceraba, multiplicaba la fuerza de la niña que pulió la piedra que atragantaba a su madre. La mujer  por fin pudo entonces respirar un aire tan líquido como salado.