martes, 10 de diciembre de 2013

Aire

Aire
de Bibiana Ricciardi
diciembre 2013

La noche anterior al debut Analía no durmió. Dormitó, se retorció en la cama, imaginó que soñaba, escuchó su voz en la, en mi y en sol, pero no durmió. Por momentos casi se convenció de estar dormida. El cuerpo inmóvil por horas y las imágenes rebotando en su cráneo no podían ser sueño. Las ojeras matutinas confirmaron la sospecha: El espejismo no había alcanzado.
Abrió la canilla y dejó escapar el chorro entre sus dedos hasta que lo sintió helado. Juntó agua entre sus manos y la derramó en sus ojos. Sin volver a mirarse se lavó los dientes, enjuagó su boca, y tragó el último poquito de agua mezclada con pasta de dientes. El oler nada tiene que ver con el oír, sin embargo ella misma había comprobado cuan mal sonaba su compañera cuando no lograba evitar las milanesas con ajo que le preparaba su madre.
-- Es solo una muestra de canto.
La voz de la mamá de Analía sonaba cansada. Si su hija no se hubiera levantado tan temprano podría haber dormido más. Los sábados eran su día de descanso. Amaba a su niña pero sobre fin de año el amor se escondía. Tanto cierre le cerraba el corazón, la volvía impermeable. No podía recordar su propia emoción. Ni quería. El corazón pétreo la había ayudado a sobrevivir. A los golpes, al miedo, al silencio. La música de su recuerdo era disonante. Por eso ella misma se ocupó personalmente de la banda sonora de su hija, le llenó los oídos de acordes cálidos.
Minutos antes de la presentación el aire era escaso. Los ventiladores parecían adorno. En ese lugar se privilegiaba el sonido, no el aire. El espacio reducido del aula de canto no ayudaba. Una señora sacaba fotos con el teléfono. Su cuerpo grueso se paseaba entre las sillas plásticas con destreza. Desde el escenario su hija, objeto de aquellas fotografías, no lograba conciliar el arcoiris de colores de su cara. Analía, a su lado la sostenía con la mirada. Juntas dieron un paso al frente, giraron su cuerpo esperando la señal del docente, y cantaron a dos voces con dolorosa concentración.
En el banquito que le había tocado en suerte la madre de Analía carraspeó suave. Alguna cosa molesta se le atoraba en la garganta, no la dejaba respirar. Se veía dulce su niña, sonaba bien. Su voz era suave pero entonada, los ojos le brillaban. Inspiraba aire y expiraba una melodía arrulladora. Ella, en cambio, inspiraba en vano. Su corazón se aceleraba, el estómago se le contraía. Intentaba pero no podía. Se imaginó ahogada antes de que terminara la canción inaugural. Concentrada en respirar se entregó a las voces como sí fueran un tubo de oxígeno. Las pequeñas concluyeron la canción, la señora de las fotos aplaudió de pie, el resto acompañó bostezando. Cada uno iba a ver a su propio vástago, no al ajeno. Todavía sin lograr inhalar aplaudió quedo, y pensó en salir un rato, hasta que su hija volviera a cantar.
Pero tras el aplauso a desgano, la niña multicolor retrocedió un paso y dejó a Analía sola en el frente. No habría forma de ganar la calle. La inmersión continuaba. Creyendo morir ahogada vio a su pequeña cantante abrir  la boca para inspirar, al mismo tiempo que el pianista marcaba el primer acorde. Un reflejo la llevó a imitar el gesto, y duplicó el esfuerzo. Intento vano, su garganta era una piedra por la que no pasaba aire alguno. La vocecita de Analía subió suave, imperceptible, perseguida por el piano, doblegada por la mirada del docente, sostenida por el aliento ajeno. Cantaba con su propia voz y con el aire de su madre, que se retorcía en la platea. La melodía levaba, sostenía la impaciencia de su auditorio, quebraba, laceraba, multiplicaba la fuerza de la niña que pulió la piedra que atragantaba a su madre. La mujer  por fin pudo entonces respirar un aire tan líquido como salado.