Cara y seca
De todas las caras posibles tomo una. La única. No me engaño, conozco el mercado. Parece abundar en ofertas, diseños de avanzada, paleta de colores, funcionalidad. Simula. El producto no varía, es siempre el mismo. Por eso no me detengo a elegir. Estiro la mano y tomo la primera del estante. La que menos esfuerzo físico requiere. Una que no obliga a mis pies lastimados a estirarse hasta la punta para apoyarse sobre los dedos, ni tampoco exige doblarse a mis rodillas cansadas. Una al alcance de la manos de cualquiera. Una que no veo porque aún no me he puesto la prenda y por lo tanto carezco de ojos. Podría tantearla. Descubrir la superficie de la piel, investigar los orificios nasales, la curvatura del puente. La abundancia de los labios, la sedosidad de las pestañas. No lo hago. La tomo y me la pongo. Sin más. Entonces, en posesión al fin de una boca, hablo y pido permiso para pasar al probador. Mis flamantes oídos me permiten escuchar la indicación. Asomo mi adquisición al espejo y compruebo. De todas las caras posibles sólo hay una: la tuya.
-- Me la llevo puesta.-- contesto al vendedor que pretende envolverte para regalo.
jueves, 31 de julio de 2014
jueves, 24 de julio de 2014
Doscientas palabras
Facebook
Una fue a la peluquería. El peinado habitual, pero con la ampolla de crema revitalizadora. La otra se peinó con cuidado frente al espejo de su casa, en la cuna el bebé berreaba. Adivinaba la presencia de la niñera en la cocina. La tercera ni siquiera se peinó. A quién podría interesarle un asunto tan extemporáneo. Daba vueltas en su monoambiente intentando imaginar las caras de sus amigas. No las maquetas actuales publicadas hasta el hartazgo. Las de antes. No las conocía, ni siquiera las recordaba. El problema no estaba en la red, sino en sus usuarios. Hombre, mujeres, que necesitaban "sentir" la vida en la piel. Como si no fuera suficiente emoción la que brindaba con virtual mérito la web. Se habían encontrado un par de años atrás. Una pidió amistad, la otra aceptó. Jimena, por su parte, al ver a una comentar las monerías del bebé de la primera, y a la otra halagar las viajes de la segunda, mandó también solicitud. Veinte años sin verse, dos de relación cotidiana. A la mañana mientras calentaba el agua del mate, por la noche en la cama fría. Meses planeando la cita. No iría. En lugar de peinarse prefirió borrarlas.
Una fue a la peluquería. El peinado habitual, pero con la ampolla de crema revitalizadora. La otra se peinó con cuidado frente al espejo de su casa, en la cuna el bebé berreaba. Adivinaba la presencia de la niñera en la cocina. La tercera ni siquiera se peinó. A quién podría interesarle un asunto tan extemporáneo. Daba vueltas en su monoambiente intentando imaginar las caras de sus amigas. No las maquetas actuales publicadas hasta el hartazgo. Las de antes. No las conocía, ni siquiera las recordaba. El problema no estaba en la red, sino en sus usuarios. Hombre, mujeres, que necesitaban "sentir" la vida en la piel. Como si no fuera suficiente emoción la que brindaba con virtual mérito la web. Se habían encontrado un par de años atrás. Una pidió amistad, la otra aceptó. Jimena, por su parte, al ver a una comentar las monerías del bebé de la primera, y a la otra halagar las viajes de la segunda, mandó también solicitud. Veinte años sin verse, dos de relación cotidiana. A la mañana mientras calentaba el agua del mate, por la noche en la cama fría. Meses planeando la cita. No iría. En lugar de peinarse prefirió borrarlas.
lunes, 21 de julio de 2014
Doscientas palabras
Martín pescador
El pequeñito corre junto al agua, la madre intenta contenerlo. En el estanque las truchas saltan tentando a su presa. El sol fuerte del mediodía adormece los sentidos. Quién iba a imaginar semejante temperatura en vacaciones de invierno. Guantes, camperas y bufandas se amontonan junto al puentecito de madera podrido por las lluvias pasadas. Ya nadie las recuerda, el pasto reseco baja desde la sierra. Los niños arrojan sus cañas. La madre esquiva anzuelos, ataja al chiquito. Los peces acechan en el fondo, asoman su lomo, adoban la espera. Las cañas pasan de mano en mano, la impaciencia crece. El estanque baila su danza diaria de hipnosis, el sacrificio tarde o temprano se consumará. Inflexible ley acuática. Se acercan al anzuelo pero no lo muerden. En un salto de tantos el agua cambia su ritmo. Un niño grita feliz, ataja su trofeo que se retuerce ente sus dedos. Y otro, y su hermana. La madre corre de uno a otro. En un instante el balde completa la cena. A nadie sorprende la perfecta sincronización de los peces que sacrifican su vida al unísono. La trampa se ha cerrado, la madre podrá llevarse pescados y niños pero el último no pasará.
El pequeñito corre junto al agua, la madre intenta contenerlo. En el estanque las truchas saltan tentando a su presa. El sol fuerte del mediodía adormece los sentidos. Quién iba a imaginar semejante temperatura en vacaciones de invierno. Guantes, camperas y bufandas se amontonan junto al puentecito de madera podrido por las lluvias pasadas. Ya nadie las recuerda, el pasto reseco baja desde la sierra. Los niños arrojan sus cañas. La madre esquiva anzuelos, ataja al chiquito. Los peces acechan en el fondo, asoman su lomo, adoban la espera. Las cañas pasan de mano en mano, la impaciencia crece. El estanque baila su danza diaria de hipnosis, el sacrificio tarde o temprano se consumará. Inflexible ley acuática. Se acercan al anzuelo pero no lo muerden. En un salto de tantos el agua cambia su ritmo. Un niño grita feliz, ataja su trofeo que se retuerce ente sus dedos. Y otro, y su hermana. La madre corre de uno a otro. En un instante el balde completa la cena. A nadie sorprende la perfecta sincronización de los peces que sacrifican su vida al unísono. La trampa se ha cerrado, la madre podrá llevarse pescados y niños pero el último no pasará.
miércoles, 16 de julio de 2014
Doscientas palabras
Las hermanas
Las hermanas eran unidas. Dos gotas de agua, la naturaleza las había dotado de pareja igualdad. Ambas carecían por igual de belleza. No había gracia alguna en sus movimientos; sus facciones no lograban emerger de sus caras; sus formas jamás llegaban a femeninas. A Eleanor y Rosalba las unía la igualdad. No eran mellizas. La semejanza entre ellas era más una construcción que herencia genética. El ojo desprevenido leía la fealdad y la equiparaba, no necesitaba distinguir caracteres. De este modo las chicas crecieron escondiéndose lo mejor que pudieron una dentro de la otra, a punto tal que a veces parecían ser una. Hasta su madre solía actuar como si tuviera una sola hija. No así su padre que las distinguía con absoluta precisión previsora. Tal como había hecho su propio padre con él mismo y su hermano, les había dado un pincel. Sabía que el don se heredaba y la pintura se trabajaba. A él no se le había dado, pero a su hermano si. Necesitaba ver en cuál de sus hijas re asomaría el talento que había determinado en él a un pintor y en su hermano un espectador. Pero astutas, Eleanor y Rosalba jamás aceptaron el pincel.
Las hermanas eran unidas. Dos gotas de agua, la naturaleza las había dotado de pareja igualdad. Ambas carecían por igual de belleza. No había gracia alguna en sus movimientos; sus facciones no lograban emerger de sus caras; sus formas jamás llegaban a femeninas. A Eleanor y Rosalba las unía la igualdad. No eran mellizas. La semejanza entre ellas era más una construcción que herencia genética. El ojo desprevenido leía la fealdad y la equiparaba, no necesitaba distinguir caracteres. De este modo las chicas crecieron escondiéndose lo mejor que pudieron una dentro de la otra, a punto tal que a veces parecían ser una. Hasta su madre solía actuar como si tuviera una sola hija. No así su padre que las distinguía con absoluta precisión previsora. Tal como había hecho su propio padre con él mismo y su hermano, les había dado un pincel. Sabía que el don se heredaba y la pintura se trabajaba. A él no se le había dado, pero a su hermano si. Necesitaba ver en cuál de sus hijas re asomaría el talento que había determinado en él a un pintor y en su hermano un espectador. Pero astutas, Eleanor y Rosalba jamás aceptaron el pincel.
domingo, 13 de julio de 2014
Doscientas palabras
Fanática
--Así como me ves soy bastante rockerita.
El músico acomodó la cinta con la que la guitarra colgaba de su cuello. La semana terminaba, no había estado mal. Podía vivir de su arte si se conformaba con poco. Un par de canciones por vagón le garantizaban lo mínimo indispensable. Quién quiere ser cadete. Qué quería la minita. Qué no vas a tener cara de rockerita. ¿Te miraste al espejo? Estaba muy bien aquello. Hasta groupies podía cosechar. Sonrió, acomodó la melena de león, y le acercó la cabeza. En esa parte el tren pasaba por un túnel y el ruido era ensordecedor. La chica susurró bajo como para garantizarse mayor cercanía. Ahora su oído estaba pegado a sus labios.
-- Que sos muy bueno. ¿Tenés Facebook? Me gustaría seguirte.
Seguime hasta el fin del mundo, mamita. Pero no lo dijo. La fanática te sigue si te mostrás difícil. Ahora acercó él su boca a ella. Le dijo su nombre, se disculpó, no usaba Facebook. El subte se detuvo, la fan se bajó. No pudo seguirla, tenía el amplificador en el otro extremo. Rara la groupie. Todavía le quedaban un par de horas. Buscó la gorra para guardar lo recaudado. Estaba vacía.
--Así como me ves soy bastante rockerita.
El músico acomodó la cinta con la que la guitarra colgaba de su cuello. La semana terminaba, no había estado mal. Podía vivir de su arte si se conformaba con poco. Un par de canciones por vagón le garantizaban lo mínimo indispensable. Quién quiere ser cadete. Qué quería la minita. Qué no vas a tener cara de rockerita. ¿Te miraste al espejo? Estaba muy bien aquello. Hasta groupies podía cosechar. Sonrió, acomodó la melena de león, y le acercó la cabeza. En esa parte el tren pasaba por un túnel y el ruido era ensordecedor. La chica susurró bajo como para garantizarse mayor cercanía. Ahora su oído estaba pegado a sus labios.
-- Que sos muy bueno. ¿Tenés Facebook? Me gustaría seguirte.
Seguime hasta el fin del mundo, mamita. Pero no lo dijo. La fanática te sigue si te mostrás difícil. Ahora acercó él su boca a ella. Le dijo su nombre, se disculpó, no usaba Facebook. El subte se detuvo, la fan se bajó. No pudo seguirla, tenía el amplificador en el otro extremo. Rara la groupie. Todavía le quedaban un par de horas. Buscó la gorra para guardar lo recaudado. Estaba vacía.
miércoles, 9 de julio de 2014
Doscientas palabras
Jazz
El sótano permanece inalterable. Las mismas veintisiete sillas de madera oscura distribuidas en grupos de a dos o tres, alrededor de diez mesitas redondas, con espacio apenas suficiente como para una copa de vino. O un chop de cerveza. Nadie había pedido tragos. Ni antes, ni ahora. Nada cambia. Un whisky, tal vez. Vodka. Pero salían en la barra, entre las butacas ocupadas por personas solitarias.
La contrabajista ajustaba las cuerdas, espiaba entre los filamentos del arco. Aquella opacidad era su hogar. No imaginó que podría oprimirla. Esa noche, como las otras, el bar estaba completo en su turno de las veinte. Algún amante del jazz, mucho turista, las mismas caras. Sin embargo esa sensación de angustia cuestionaba la rutina. Extrañaba el escozor del tabaco en su garganta. Era más fácil tocar cuando una cortina de humo los separaba del público. A su derecha, su marido sostenía con fuerza el clarinete. A la izquierda el nuevo pianista. Miraba entusiasmado al público, volvía la mirada hacia ella con gesto celebratorio. La misma mueca que le asomaba en la intimidad clandestina. El anterior pianista jamás la hubiera tocado. La mano del músico no puede rozar una superficie distinta a la del instrumento.
El sótano permanece inalterable. Las mismas veintisiete sillas de madera oscura distribuidas en grupos de a dos o tres, alrededor de diez mesitas redondas, con espacio apenas suficiente como para una copa de vino. O un chop de cerveza. Nadie había pedido tragos. Ni antes, ni ahora. Nada cambia. Un whisky, tal vez. Vodka. Pero salían en la barra, entre las butacas ocupadas por personas solitarias.
La contrabajista ajustaba las cuerdas, espiaba entre los filamentos del arco. Aquella opacidad era su hogar. No imaginó que podría oprimirla. Esa noche, como las otras, el bar estaba completo en su turno de las veinte. Algún amante del jazz, mucho turista, las mismas caras. Sin embargo esa sensación de angustia cuestionaba la rutina. Extrañaba el escozor del tabaco en su garganta. Era más fácil tocar cuando una cortina de humo los separaba del público. A su derecha, su marido sostenía con fuerza el clarinete. A la izquierda el nuevo pianista. Miraba entusiasmado al público, volvía la mirada hacia ella con gesto celebratorio. La misma mueca que le asomaba en la intimidad clandestina. El anterior pianista jamás la hubiera tocado. La mano del músico no puede rozar una superficie distinta a la del instrumento.
lunes, 7 de julio de 2014
Doscientas palabras
Dinastía
Dos kilos tienen que ser suficiente. Uno de cada lado. La pluma es algo liviano, con dos kilos sobra para un buen par. Da lo mismo el color. Me gustarían blancas. O grises, el blanco enseguida se vuelve gris. Mejor grises directamente para no sufrir cuando las vea sucias. Las voy a cuidar, pero no puedo lavarlas. No deben mojarse porque pesarían más y sería mucho más difícil levantar vuelo. Al ser humano se le complica volar. No digo subirse a un avión. Digo levantar vuelo por sí mismo. Desde el suelo. Elevarse, no tirarse desde un peñasco. Salir del patio de casa con la ayuda de un movimiento de hombros. Me mirás raro, creés que deliro. Para qué querría un ser humano volar. Creés que son sueños de niño. Te reís, te da ternura. Sin embargo vos también fuiste niño. ¿Podés recordarlo? Yo sé que si. Estoy seguro de que vos también soñaste con volar. Ya no reís. ¿Lo recordaste? Te sorprende que yo lo sepa. Te preguntás como puedo conocer tu secreto. Papá, somos una dinastía de seres alados sin alas. El abuelo, vos, el tío, Fran. Y yo. Si me comprás plumas pondré fin a nuestra maldición.
Dos kilos tienen que ser suficiente. Uno de cada lado. La pluma es algo liviano, con dos kilos sobra para un buen par. Da lo mismo el color. Me gustarían blancas. O grises, el blanco enseguida se vuelve gris. Mejor grises directamente para no sufrir cuando las vea sucias. Las voy a cuidar, pero no puedo lavarlas. No deben mojarse porque pesarían más y sería mucho más difícil levantar vuelo. Al ser humano se le complica volar. No digo subirse a un avión. Digo levantar vuelo por sí mismo. Desde el suelo. Elevarse, no tirarse desde un peñasco. Salir del patio de casa con la ayuda de un movimiento de hombros. Me mirás raro, creés que deliro. Para qué querría un ser humano volar. Creés que son sueños de niño. Te reís, te da ternura. Sin embargo vos también fuiste niño. ¿Podés recordarlo? Yo sé que si. Estoy seguro de que vos también soñaste con volar. Ya no reís. ¿Lo recordaste? Te sorprende que yo lo sepa. Te preguntás como puedo conocer tu secreto. Papá, somos una dinastía de seres alados sin alas. El abuelo, vos, el tío, Fran. Y yo. Si me comprás plumas pondré fin a nuestra maldición.
sábado, 5 de julio de 2014
Doscientas palabras
Pelota
Si fuera pelota por ahí me mirarías. No hacés otra cosa que mirar la pelota, Alberto. Te das cuenta que el mundial te está comiendo la cabeza. Porque un día se va terminar. ¿Sabés? Vos vivís como si la vida terminara el último día del mundial. Pero no, sigue. Y te tengo una mala noticia: vas a tener que seguir viviendo cuatro años más hasta el próximo mundial. Sin trabajo, sin guita, y con la misma mina refunfuñona que se queja de que sos una larva. Porque lo sos. Ni siquiera vas a averiguar si va en serio lo de la suspensión. ¿No te das cuenta que te suspenden un mes justo antes del mundial para que vos te vayas chocho a tu casa pensando en ver partidos todo el día? Ellos saben que no te vas a oponer. Es más, sos tan idiota que ni siquiera te vas a quejar. Te quedás acá quieto con tu cara de pelota. Porque de tanta cerveza y papas fritas estás quedando una bola, Alberto. ¿Me escuchás? ¿Qué hacés? No te vayas, te prohibo que te vayas. ¡No apagues el televisor! ¿Te vas a ir a la calle justo hoy que juega Argentina?
Si fuera pelota por ahí me mirarías. No hacés otra cosa que mirar la pelota, Alberto. Te das cuenta que el mundial te está comiendo la cabeza. Porque un día se va terminar. ¿Sabés? Vos vivís como si la vida terminara el último día del mundial. Pero no, sigue. Y te tengo una mala noticia: vas a tener que seguir viviendo cuatro años más hasta el próximo mundial. Sin trabajo, sin guita, y con la misma mina refunfuñona que se queja de que sos una larva. Porque lo sos. Ni siquiera vas a averiguar si va en serio lo de la suspensión. ¿No te das cuenta que te suspenden un mes justo antes del mundial para que vos te vayas chocho a tu casa pensando en ver partidos todo el día? Ellos saben que no te vas a oponer. Es más, sos tan idiota que ni siquiera te vas a quejar. Te quedás acá quieto con tu cara de pelota. Porque de tanta cerveza y papas fritas estás quedando una bola, Alberto. ¿Me escuchás? ¿Qué hacés? No te vayas, te prohibo que te vayas. ¡No apagues el televisor! ¿Te vas a ir a la calle justo hoy que juega Argentina?
miércoles, 2 de julio de 2014
Doscientas palabras
Irreversible
-- Irreversible, lo siento.
--No puede ser.
El hombre estaba parado junto a la camilla. Manipulaba sus
manos, se mecía el poco pelo que tenía. No estaba acostumbrado a que se le
desobedeciera. La chica en la camilla podía ser su hija. Casi treinta pero
parecía de veinte. Ojos saltones, mirada perdida. Afiebrada. Seguía la
discusión entre el hombre y la mujer como si le importara. Partido de ping pong
ajeno. Ese no era su match, pero algo debía mirar de lo contrario los ojos se
le darían vuelta. Continuarían mirando pero hacia adentro. Su interior enfermo.
-- Quiero recordarle que acaba de cobrarme una fortuna. Esto
es una estafa.
-- Siempre es igual. En el momento de la desesperación todos
juran que comprenden las cláusulas. Después cuando algo falla se olvidan de
todo. Estoy cubierta, señor Martínez. Usted firmó un documento en el que se
indica que en caso de que el tratamiento no diera sus frutos la profesional (o
sea yo misma) no será responsable ya que ningún procedimiento es infalible.
El hombre dejó de oírla. La bruja no era su problema.
Todavía debía encontrar el modo de extirpar ese hombre de la cabeza de su mujer.
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