Jazz
El sótano permanece inalterable. Las mismas veintisiete sillas de madera oscura distribuidas en grupos de a dos o tres, alrededor de diez mesitas redondas, con espacio apenas suficiente como para una copa de vino. O un chop de cerveza. Nadie había pedido tragos. Ni antes, ni ahora. Nada cambia. Un whisky, tal vez. Vodka. Pero salían en la barra, entre las butacas ocupadas por personas solitarias.
La contrabajista ajustaba las cuerdas, espiaba entre los filamentos del arco. Aquella opacidad era su hogar. No imaginó que podría oprimirla. Esa noche, como las otras, el bar estaba completo en su turno de las veinte. Algún amante del jazz, mucho turista, las mismas caras. Sin embargo esa sensación de angustia cuestionaba la rutina. Extrañaba el escozor del tabaco en su garganta. Era más fácil tocar cuando una cortina de humo los separaba del público. A su derecha, su marido sostenía con fuerza el clarinete. A la izquierda el nuevo pianista. Miraba entusiasmado al público, volvía la mirada hacia ella con gesto celebratorio. La misma mueca que le asomaba en la intimidad clandestina. El anterior pianista jamás la hubiera tocado. La mano del músico no puede rozar una superficie distinta a la del instrumento.