Las hermanas
Las hermanas eran unidas. Dos gotas de agua, la naturaleza las había dotado de pareja igualdad. Ambas carecían por igual de belleza. No había gracia alguna en sus movimientos; sus facciones no lograban emerger de sus caras; sus formas jamás llegaban a femeninas. A Eleanor y Rosalba las unía la igualdad. No eran mellizas. La semejanza entre ellas era más una construcción que herencia genética. El ojo desprevenido leía la fealdad y la equiparaba, no necesitaba distinguir caracteres. De este modo las chicas crecieron escondiéndose lo mejor que pudieron una dentro de la otra, a punto tal que a veces parecían ser una. Hasta su madre solía actuar como si tuviera una sola hija. No así su padre que las distinguía con absoluta precisión previsora. Tal como había hecho su propio padre con él mismo y su hermano, les había dado un pincel. Sabía que el don se heredaba y la pintura se trabajaba. A él no se le había dado, pero a su hermano si. Necesitaba ver en cuál de sus hijas re asomaría el talento que había determinado en él a un pintor y en su hermano un espectador. Pero astutas, Eleanor y Rosalba jamás aceptaron el pincel.