El sonido rítmico del metal horadando la arena denota la destreza de quien empuña la pala. Una herramienta conducida con habilidad tal, que logra doblegar la resistencia que opone el elemento firme que la recibe. Facundo maneja la pala con precisión. Ha crecido lo suficiente como para que por fin le presten la pala de verdad. La del Jeep de su tío. Veranos enteros mirándola con deseo, mientras empuñaba la pequeña palita de plástico, con la que era imposible cavar un agujero más alto que él mismo. Por lo menos no antes de que el sol termine de apagarse en el mar. El día nunca era tan largo como para cumplir el objetivo. Y a la mañana siguiente el inmenso hoyo siempre se había transformado en un charquito inofensivo. Su madre reía. “Jamás lograrás ganarle al oceáno”. Pero el no pretendía tal cosa. Le alcanzaba con llegar del otro lado. El tío decía que si era suficientemente fuerte podría cavar hasta China.
Esta primera tarde del verano, el sol apenas si oscila hacia el horizonte marino, cuando de Facundo no se ve más que un montoncito de arena que sale expedida hacia fuera del hoyo. Milena lo observa de lejos, bajo la sombrilla de su familia. Otros años había colaborado con la misión. Duda, no se atreve a acercarse. El sol continúa su camino hacia el ocaso, las sombras se estiran largas sobre la arena. Ella decide acercarse lenta, arrastrando los pies, dejando un surco tras cada paso. Parada en el borde del pozo observa.
--¿Qué hacés?
Desde el fondo Facundo ve los rulos negros de Milena que se agitan con el viento. Entrecierra los ojos y vuelve a mirarla como sin reconocerla. El movimiento de los rulos deja entrever una nueva curva en su bikini.
--¿No pensarás llegar a la China, no?
-- Por supuesto que no. Estaba probando nada más.
Bibiana Ricciardi
Orense, enero 2011