--¡Emma!
El silencio recorrió el salón. Eran las cinco en punto y afuera no pasaba ni un alma. Sólo el viento norte. Un soplo caliente, espeso, aliento diabólico que vaciaba la cabeza y erizaba la piel. La gente sensata estaba en la playa. Emma soñaba con el alivio de de una ola lamiéndole los pies. Tirada en la cama, con una remera que apenas si cubría su gruesa humanidad, jugaba a no oír el reclamo del ciego, quien había decidido por los dos una siesta obligatoria.
¡Siesta! Si no lograba pegar un ojo por más de un segundo. Cada vez que lograba conciliar el sueño, el viejo la despertaba con sus alaridos. La había ubicado en la habitación de servicio, justo detrás del salón de la casona familiar. Bastante más allá del cuarto principal en el que descansaba su patrón. Para evitar habladurías, decía. Y sería por eso también que la mantenía todo el día encerrada.
--¡Emma! ¡No te hagas la dormida!
Él no veía, ella no oía. Dicen que no hay nada que moleste más a un ciego que un sordo.
-- ¡Emma! Escucho tus pulseras, te estás moviendo.
Y ahí fue que se le ocurrió la gran idea. Viejo zorro. La celaba tanto, que le había puesto esas pulseras metálicas, que hacían tanto bochinche cuando ella se movía. Cencerro humano. ¡Cómo se había reído el desgraciado!
Con la cinta que sujetaba sus rulos morenos, Emma ató las pulseras y las colgó junto a la ventana abierta. El viento norte se ensañó con fuerza con el móvil improvisado.
-- ¡Emma! – gritó el viejo.
Pero ella ya no lo escuchaba. Con la pollera arremangada por encima de los muslos, reía coqueta con cada ola que amenazaba que subía por arriba de sus rodillas.
Bibiana Ricciardi
Orense, enero 2011