Cuatro días grises, mojados, espesos. Agua sobre agua. Más allá de la ventana, el mar tragaba cada gota con gula lujuriosa.
Con vista al mar. Una fortuna. Aníbal dijo que valía la pena. No importa el dinero. Necesitás descansar. Si vas a la playa que sea al cien por ciento, qué vas a andar amarrocando. Los chicos felices porque se cruzan corriendo al balneario, y vos te olvidás de ellos por un rato. Si nos llega a tocar mal clima, por lo menos disfrutamos de la vista desde la cama.
Nos. Sólo los fines de semana era nos. Porque Aníbal trabajaba todo el verano. Temporada de cosecha. A la siembra no se la puede apurar. Ella fingía decepción. Disfrutaba de ése numerito que le montaba al marido todos los años. Le hubiera gustado llorar para mejor la escena. Pero no era de las que lloran. Mientras los chicos vayan al colegio no nos va a quedar otra. Después nos vamos de vacaciones en abril. A Europa, si querés. Disfrutamos el verano europeo. ¿Disfrutamos? El plural siempre era engañoso. Le daba igual. Las vacaciones eran un trámite que había que cumplir anualmente.
Un año Aníbal decidió que a ella le sentaría la montaña. Fueron a Bariloche. El lago se extendía frente a ella con la misma contundencia feroz que el mar. Peor porque estaban las montañas también. Doble amenaza. La ciudad es cómplice, la naturaleza testigo. Espejo que se abisma. Mar, lagos, montañas. Entes milenarios que acechan al turista desprevenido desde su magnitud. Ocultan detrás de su mansedumbre una seguridad peligrosa. Son absolutos, completos en sí mismo. ¿Quién más? Sólo ellos. Seres perversos que acosan al paseante con sus propias dudas. Cuando Aníbal los visitó quiso escalar. Cada piedra, cada promontorio parecía reírse de ellos. El viento seguiría puliendo esas mismas rocas aún cuando ellos no sean ya ni una migaja en el recuerdo de sus descendientes. Odió la montaña más que al mar. Olvidó su libreto establecido, y cuando Aníbal tuvo que regresar a sus obligaciones, le rogó que volvieran todos. Su marido la miró extrañado. ¿No vas a llorar, no? Pero ella jamás lloraba. Su cuerpo se quedó en la montaña, pero su cabeza recorrió el asfalto caliente por el resto del verano. La ciudad es artificio que sólo el hombre condiciona.
A la mañana, sentada frente a su desayuno, observó de reojo a los otros veraneantes. Junto a la ventana una pareja de ancianos desentonaba con la euforia general. Decían que a ellos no les molestaban los niños porque les recordaban a sus propios hijos. Disfrútelos, pasa tan pronto. Que pase, sí. Rápido. Así deja de preocuparme. Sonrisita condescendiente. La piel morena, el cabello decolorado, el enemigo dejaba huellas en sus hijos. No eran indelebles. No importaba; no habría terminado de probarles el uniforme escolar, que ya serían los mismos niños pálidos de siempre. La ciudad cuida bien a los suyos.
Cuando era niña sí disfrutaba de las vacaciones. Había mucho que hacer. Una calesita non stop de quince días. Cuando se detenía era una tragedia. El tiempo había pasado, pero ella no lo había notado hasta que ya era tarde. Qué maravilla la infancia. La que lloraba desde que llegaba era su madre. Un llanto ocupaba los primeros y los últimos días de las vacaciones. Pero como sólo se iban quince… Durante muchos años creyó que el problema era ése: la brevedad. Uno espera todo el año por sólo dos semanas de vacaciones que se pasan volando. El mismo Aníbal se lo propuso. La vida es para disfrutarla. Mientras se pueda… Vacaciones todo el verano completo. Se casaron en abril; en diciembre él estaba tan complicado con el campo, que apenas si pudo parar para brindar por las fiestas. Ella, embarazada ya de Alvarito, pasó el verano yendo de la cama pegajosa por la humedad y el calor, al inodoro. Unas náuseas infernales. La última vez, dijo Aníbal. El verano que viene te vas a la playa con el bebé, y yo los visito los fines de semana. Y así fue. Con Alvarito, y después con Delfina. Los tres todo el verano en la playa. Y Aníbal cada tanto. Llegaba algún sábado al mediodía, y el domingo antes de almorzar ya tenía los ojos lejos. Para él era más fácil, claro. No tenía ni que enfrentarse con el mar. Una mancha oscura tras el ventanal. Se paraba en el balcón con el teléfono en la oreja pero no lo veía. Sonrisita, voz aflautada, su cuerpo estaba pendiente de la conversación telefónica. El mar ni lo arañaba. Ella prefería mirarlo desde adentro. No le gustaba el balcón.
En una temporada completa hay por lo menos diez días de lluvia. Ni siquiera le importaba que Aníbal no hubiera viajado por e clima. Ya había actuado su decepción telefónica. El problema seguía siendo el balcón. O mejor dicho, lo que se abismaba tras él. Agua sobre agua. El somiere gigante flotaba frente al ventanal. El viento, presionando contra las rendijas de los ventanales, entablaba un diálogo demencial con los bipidos de los juegos electrónicos de los niños. Agarrada con fuerza a su libro cerrado, ella permanecía inmóvil en su intento por evitar que algún sonido propio se desprendiera de su cuerpo, y participara de esa ceremonia demoníaca. Una lágrima muda se congeló en su ojo derecho. Garúa mansa pero pareja. No escamparía.
Bibiana Ricciardi
Orense, enero 2011