jueves, 29 de diciembre de 2016
Ristretto
Te hubiera llevado a tomar un café. Al barcito ese diminuto de la vuelta del ático en el que nos recibiste, pasando el túnel. Hubieras pedido un capuchino para mí y un ristretto para vos. En italiano pero resaltando con fuerza cada palabra como cuando hablás español. (¿Notaste que en tu boca no hay gran diferencia entre ambos idiomas?) Me habrías comentado sobre el detalle arquitectónico del balcón que se asomaba a la ventana de nuestra mesa. El mozo hubiera traído las dos tazas. Una alta y otra baja. Una llena hasta arriba, espumosa y clara. La otra, la pequeña, con apenas unas gotas de brebaje oscuro. Te hubiera hecho un chiste sobre lo breve de tu infusión. Con una semisonrisa me hubieras dicho que para "pishiatture" (me vas a disculpar pero debo escribir por fonética) ya habías tomado el café de la mañana. Ese que habrías hecho vos mismo un par de horas antes, en la cocina del ático en el que nos alojaste. Me habría preguntado por qué lo hacías así si en verdad te gustaba asá. Pero no te hubiera dicho eso porque en mi sueño, este que sueño mientras el tren se aleja, después de que nos despediste en el andén esta madrugada gélida con la mano en alto y la sonrisa triste, en esta duermevela me permito ser lúcida, equilibrada, y ser capaz por fin de decir lo que quiero decirte y nunca te digo. Por eso, hubiera tomado un sorbo de capuchino sin azúcar, vos hubieras volcado todo un sobrecito en tu mísero trago reconcentrado, y justo en el momento en el que hubieras intentado disolverlo con la cucharita te hubiera dicho cuánto te quiero.
miércoles, 28 de diciembre de 2016
Mar Mediterráneo
Si fuera serpiente tendría menos curvas. El bus se disfraza de pavo real, se desbarranca. El sol toma baños de mar. Entrecierro los ojos, la belleza empalaga.
¿Y si Etelvina hubiera muerto para que yo corcovee en estas montañas?
La idea fue una gota de limón descendiendo hasta las entrañas de mi cerebro. El ácido me retrotrajo a su relato.
En esta esquina había un negocio de pan.
Mi padre señalaba, parecía Dios en su semana creativa. Nombraba, describía, apuntaba y una leve colina apacible de casas elegantes se transformaba en un campamento de soldados aliados ganando una guerra sangrienta que cambiaría el curso de la historia.
Acá, esta calle estaba partida. Tenía un hueco gigante. Una bomba había caído justo adelante de mi casa.
Mi padre, el cancerbero, el flautista, viene tejiendo tragedia y comedia con destreza de experto. Recuerdo ese tono. Uno que me hacía creer que la guerra había sido divertida para un niño. Uno que me impidió tantos años comprender por qué.
La hija de la panadera me había adoptado. Etelvina se llamaba. Era chiquita, bonita. Me veía como su hermano mayor. Preciosa.
Era una tarde primaveral de invierno. Salerno había sido el fantasma con el que me había criado y ahí estaba su cancerbero, dándome las llaves e invitándome a entrar. Mis hijos, mi madre, mi sobrina y yo lo seguíamos como ratas al flautista.
Ese día habían llegado nuevos camiones, crucé a ver de qué se trataba y Etelvina me siguió. Le di la manita, miramos un rato, nos paramos en ese cordón, y estábamos por cruzar cuando un camión que tenía un fierro sobresalido le dio un golpe en la sien que la dejó muerta en el instante.
La mirada se le congeló en el horizonte. Este o aquel. Nos obligamos a dejar de mirar cómo tragaba el nudo, buscamos el mismo punto en el que ahogar nuestra furia.
El Mediterráneo se tiñó de rojo, el sol por fin me devolvió mi oscuridad.
¿Y si Etelvina hubiera muerto para que yo corcovee en estas montañas?
La idea fue una gota de limón descendiendo hasta las entrañas de mi cerebro. El ácido me retrotrajo a su relato.
En esta esquina había un negocio de pan.
Mi padre señalaba, parecía Dios en su semana creativa. Nombraba, describía, apuntaba y una leve colina apacible de casas elegantes se transformaba en un campamento de soldados aliados ganando una guerra sangrienta que cambiaría el curso de la historia.
Acá, esta calle estaba partida. Tenía un hueco gigante. Una bomba había caído justo adelante de mi casa.
Mi padre, el cancerbero, el flautista, viene tejiendo tragedia y comedia con destreza de experto. Recuerdo ese tono. Uno que me hacía creer que la guerra había sido divertida para un niño. Uno que me impidió tantos años comprender por qué.
La hija de la panadera me había adoptado. Etelvina se llamaba. Era chiquita, bonita. Me veía como su hermano mayor. Preciosa.
Era una tarde primaveral de invierno. Salerno había sido el fantasma con el que me había criado y ahí estaba su cancerbero, dándome las llaves e invitándome a entrar. Mis hijos, mi madre, mi sobrina y yo lo seguíamos como ratas al flautista.
Ese día habían llegado nuevos camiones, crucé a ver de qué se trataba y Etelvina me siguió. Le di la manita, miramos un rato, nos paramos en ese cordón, y estábamos por cruzar cuando un camión que tenía un fierro sobresalido le dio un golpe en la sien que la dejó muerta en el instante.
La mirada se le congeló en el horizonte. Este o aquel. Nos obligamos a dejar de mirar cómo tragaba el nudo, buscamos el mismo punto en el que ahogar nuestra furia.
El Mediterráneo se tiñó de rojo, el sol por fin me devolvió mi oscuridad.
sábado, 24 de diciembre de 2016
Tipa
El anciano está parado en la puerta de un local parecido a los otros. Dice que allí hacía la cola para que le dieran su ración diaria de leche. Muestra con los dedos cuanto era esa cantidad. Agrega que así era todos los días. Lo mandaba la mamá. Mira alrededor, mide el alcance del relato. El grupo que lo rodea duda. Una mujer los graba con su teléfono. Entonces el hombre eleva la voz, señala una ventana del edificio de enfrente y dice que una vez vio a una señora allí mirando cómo hacían la cola. Comenta que jamás pudo olvidar la imagen, sacude los ojos.
- Había muchos piojos. Yo nunca vi nada igual. Se te metían en la costura del pantalón. Cuando me lo sacaba jugaba a reventarlos golpeando los bordes.
Uno de los niños gira su cuerpo hacia la ventana igual a las otras. El anciano levanta un dedo curvo y lo sacude.
- La tipa tenía los brazos levantados -dice y levanta los suyos- Se sacaba los piojos de los pelos de la axila.- El anciano muestra la acción narrada. Tipa, dice. Y la palabra raspa la cuadra semejante a las otras en la que aquel niño había esperado su leche sin saber que aprendería a decir "tipa" muchos años después del otro lado del océano.
- Había muchos piojos. Yo nunca vi nada igual. Se te metían en la costura del pantalón. Cuando me lo sacaba jugaba a reventarlos golpeando los bordes.
Uno de los niños gira su cuerpo hacia la ventana igual a las otras. El anciano levanta un dedo curvo y lo sacude.
- La tipa tenía los brazos levantados -dice y levanta los suyos- Se sacaba los piojos de los pelos de la axila.- El anciano muestra la acción narrada. Tipa, dice. Y la palabra raspa la cuadra semejante a las otras en la que aquel niño había esperado su leche sin saber que aprendería a decir "tipa" muchos años después del otro lado del océano.
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