Si fuera serpiente tendría menos curvas. El bus se disfraza de pavo real, se desbarranca. El sol toma baños de mar. Entrecierro los ojos, la belleza empalaga.
¿Y si Etelvina hubiera muerto para que yo corcovee en estas montañas?
La idea fue una gota de limón descendiendo hasta las entrañas de mi cerebro. El ácido me retrotrajo a su relato.
En esta esquina había un negocio de pan.
Mi padre señalaba, parecía Dios en su semana creativa. Nombraba, describía, apuntaba y una leve colina apacible de casas elegantes se transformaba en un campamento de soldados aliados ganando una guerra sangrienta que cambiaría el curso de la historia.
Acá, esta calle estaba partida. Tenía un hueco gigante. Una bomba había caído justo adelante de mi casa.
Mi padre, el cancerbero, el flautista, viene tejiendo tragedia y comedia con destreza de experto. Recuerdo ese tono. Uno que me hacía creer que la guerra había sido divertida para un niño. Uno que me impidió tantos años comprender por qué.
La hija de la panadera me había adoptado. Etelvina se llamaba. Era chiquita, bonita. Me veía como su hermano mayor. Preciosa.
Era una tarde primaveral de invierno. Salerno había sido el fantasma con el que me había criado y ahí estaba su cancerbero, dándome las llaves e invitándome a entrar. Mis hijos, mi madre, mi sobrina y yo lo seguíamos como ratas al flautista.
Ese día habían llegado nuevos camiones, crucé a ver de qué se trataba y Etelvina me siguió. Le di la manita, miramos un rato, nos paramos en ese cordón, y estábamos por cruzar cuando un camión que tenía un fierro sobresalido le dio un golpe en la sien que la dejó muerta en el instante.
La mirada se le congeló en el horizonte. Este o aquel. Nos obligamos a dejar de mirar cómo tragaba el nudo, buscamos el mismo punto en el que ahogar nuestra furia.
El Mediterráneo se tiñó de rojo, el sol por fin me devolvió mi oscuridad.