martes, 9 de septiembre de 2014
Doscientas palabras - Selva
Esa mañana el jardín amaneció cubierto de pompones de algodón. El viento había sacudido al árbol durante toda la noche. Ella lo había escuchado desde su cama. Crujía, sufría. El árbol, no ella que detestaba a esa planta que quebraba el patio en dos. ¿De qué servía un árbol al que era imposible trepar? Lo había intentado con los guantes de cuero de su papá. Esos que se ponía cuando aún podía cabalgar. Su calor aún estaba guardado dentro. Se acercaba con cuidado, por detrás. Intentando que el árbol no sacara sus púas. En cuanto la sintiera desplegaría sus espinas perforando el cuero, rasgando a su piel. Nunca lo logró.
Los pompones se veían inofensivos pero ella sabía que encerraban una carga explosiva: árboles reducidos a su mínima expresión. En contacto con la tierra desplegarían toda su maldad. Imaginó una selva de púas y árboles tan fuertes como para soportar el peso de un hombre colgado de una de sus ramas, del cuello, con una soga, y sin quebrarse. La mamá la llamaba desde adentro. Tenía prohibido mirarlo. Hubiera querido hacharlo con sus propias manos. Antes de obedecer la orden destrozó los pompones blancos con los tacos de sus zapatos.