La casona tenía un jardín inmenso. Desde el balcón de su cuarto no alcanzaba a divisar el fondo. A un costado habían un estanque. Agua mohosa. La humedad era su hogar. Llovía. A veces un rato, otras todo el día. El ritmo del golpeteo en la palangana metálica acompañaba sus días. El paso del tiempo medido en gotas. La niñera cambiaba siempre la palangana cada dos horas.
Después de un rato sin percusión de gota y metal la dejaba salir al jardín. Los días eran largos. Su única actividad era la de controlar la intensidad de la lluvia. Se había hecho experta. Podía predecir con exactitud cuantas palanganas la separaban de su solaz externo. Cuando le abrían la puerta corría sin esquivar los charcos en dirección al estanque. Una vez allí, sentada en el borde mojado, hundía su mano en el agua verdosa. No esperaba demasiado. El sapo siempre nadaba hasta sus dedos.
Pero un día dejó de llover.
La niñera dejó el ventanal abierto, el cuarto se aireó. El estanque se secó. El sapo migró, la niña creció.
Pero no lo olvidó.
Ahora besa con desesperación. Hombres de cualquier tamaño o color. Un día alguno se convertirá en sapo.