Terremoto
El temblor comenzó suave como ronroneo de gata. Si no hubiera sido así ella habría atinado a salvar lo indispensable. La sopera de bordes dorados del casamiento de sus padres; el espejo de carey; el título de abogada, enmarcado en fino roble; la foto de su primera comunión; la lapicera con la que su padre firmaba las escrituras; los dientes postizos de la madre, guardados en el mismo estuche plástico en el que la señora los pusiera segundos antes de expirar; la alianza sin uso; la bolsa de agua caliente de la abuela; la tarjeta de invitación amarillenta, la única que se permitió guardar; la lecherita diminuta, única sobreviviente del juego de porcelana familiar; el lazo celeste con el que había atado las cartas que rompió en mil pedazos; el camino tejido a crochet, único vestigio de su entrenamiento infantil; el rizador de bucles; la pava silbadora. Prefería no pensar. Mejor no enumerar las pérdidas. La gata. Tampoco salvó a la gata. Los escombros se apilaban humeantes, los vecinos lloraban, los perros aullaban. Alguien gritó. Por suerte había aparecido un animal con vida entre los bloques inservibles. Elvira, consciente de que los gatos suelen tener varias vidas, se alejó apurada.