sábado, 14 de junio de 2014

Doscientas palabras



El jardín de Shakespeare

La movilidad de su cuerpo se ha ido limitando con el rigor del invierno. De cada uno de ellos. Cuando la suma de los inviernos vividos llena varias decenas, la dureza se prolonga hasta la primavera. No hay modo de ablandar los huesos o fortalecer los músculos, tieso lo que debiera flexionar, flojo lo tendría que sostener. No es que fuera mucho, siempre había sido delgado y el último tiempo se había acostumbrado a una sola comida diaria. Podría hacer como los otros. Cerca del parque había un centro de alimentación para personas sin casa. Pero no se sentía cómodo con aquello. Su casa era el parque. No todo el parque con sus hectáreas de árboles, lagos y bosque, su lugar era una pequeña fracción donde tenía su banco, su jardín, su trabajo. No remunerado, por cierto, pero quién necesita ser compensado con dinero cuando el empleador es el mismo Shakespeare. El dramaturgo se le había presentado una noche tibia de primavera. Una de las primeras que pasó en el banco junto al rosal. Alguien había robado una de sus rosas blancas, él prometió que jamás volvería a suceder. Pero cada vez le estaba costando más cumplir con la promesa.