Sábado 8-2-14
Madre e hija
Crecía con una irreverencia sorprendente. No porque fuera desobediente. Pobrecita, qué va a ser. Si era más buena. No buena, temerosa. Sabía que no le convenía enfrentar a su madre y no me enfrentaba. Se concentraba tanto en no enojarme que adivinaba mis deseos antes de que se me ocurrieran. Un sol, pobrecita. Quién se iba a imaginar que se transformaría en una piraña. Por aquella época yo estaba mal. Peor que ahora. Y ella crecía. Al principio no me pareció un problema.
Recuerdo con precisión el día que todo comenzó a cambiar. Me trajo el desayuno a la cama, César dormía. Yo creía que dormía. Cuando lo fui a a despertar para avisarle que la nena había traído el desayuno, lo veo. Se escondía el turro. Con los ojitos bien abiertos. Le pesqué la culpa en el aire. Seguí su mirada. Era como un hilo que partía de sus pestañas y terminaba en el escote de mi hija. ¿En qué momento le habían crecido así los pechos?
No hay peor cosa para una madre que una hija. No puede ser normal que una deba ver cómo se le caen las carnes mientras a tu propia hija se le rellenan.
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