Sangre, sudor y lágrimas
Una gotita de agua helada bajó por su mejilla. La atajó rápido. Que nadie piense que estaba llorando. El hielo podría calmar el dolor por los golpes, pero el alma es otra cosa. No hay llanto sino perplejidad. No asombro, no congoja. Perplejidad. Todo judío que se precie de tal sabe vivir sopesando el desprecio ajeno. Por sí mismo, por sus antepasados o, pero aún, por su descendencia. Había amasado sus 42 años con el odio heredado, sazonado con el propio. Las miraditas al pasar, la sonrisa burlona. Alguna palabra procaz salpicada a distancia prudencial. Hasta el atentado que se llevó para siempre la sonrisa de la niña que tanto le gustaba de chico. Pero nunca había sido cuerpo a cuerpo. Persona a persona. Podía todavía sentir en sí mismo el olor de su agresor. Sus elegantes ropas de shabat aún estaban húmedas por el sudor ajeno. Sangre, sudor y lágrimas.