Roja, gorda, madura. Rendida ante la propia gravedad de la fuerza que la impulsaba, la fruta rasgó el silencio de la tarde, y golpeó mi frente. La humedad viscosa se introdujo en mis ojos en el preciso instante en que intentaba abrirlos. Un despertar poco apacible a la vera del jardín de los senderos que se bifurcan. El bosque encantado se defendía de la intrusión.
Sucio y somnoliento evoqué el instante último de lucidez previa al sueño. Paseaba por el sendero cuando percibí un aroma dulzón que me obligó a abandonar el camino, e internarme entre los árboles. La fragancia me llevó literalmente de la nariz hasta la propia estampa del maravilloso árbol de la siesta. Dos raíces formaban un hueco en el que calzaba justo mi cabeza. La brisa orquestaba, las frutas perfumaban. Estiré la mano para tomar una, pero me contuve. Cerré los ojos, me dormí.
Sin embargo, ¿me contuve? No. Podía sentir todavía el almíbar en la boca. El sabor estremeció mis papilas, y me despertó. Me incorporé confundido por la duermevela. Estiré un paso, y volví a mirar. La fruta caía, ahora sí, justo dentro del hueco que cobijara a mi cabeza.
Bibiana Ricciardi