La luna impaciente apuró al sol. La figura del centauro se estiró larga sobre la tierra reseca. El cristiano cumplió el ritual del atardecer, y hundió los ojos en los vestigios de su propia sombra. Cuando desapareció, la oscuridad no era tal. La luna había ganado la batalla diaria. “Por un rato”, pensó. Noche de eclipse con luna llena. El pie nervioso apretó el vientre del caballo. A lo lejos un árbol ofrecía cobijo.
Se apeó y ató al animal a una rama baja. El disco plateado comenzaba a mancharse de negro. Un mordisco creciente. La oscuridad voraz devoraba la luz. El caballo pateo molesto la tierra. El hombre lo imitó. Entre las ramas serpenteó resistente un hilo plateado que iluminó el residuo polvoriento del gesto. Cuando se apagó, un cimbronazo inmóvil sacudió el vacío. El animal relinchó. El cristiano ladró. Con hábil cerebro perruno comprendió que había mutado animal.
Bibiana Ricciardi