-- ¿Policia? ¿Me podría comunicar usted con el superior a cargo? –la voz de Héctor sonaba grave e impostada, pese a la distorsión de la grabación. Parecía un locutor, o un actor de teatro profesional, declaró la oficial Linda Ramírez tras los hechos de público conocimiento.— Comprenderá usted que no puedo detenerme a explicarle el motivo de mi llamado, señorita. Le ruego que me disculpe. Qué contrariedad. Su tono de voz me hacía suponer que mi interlocutora era una mujer. Disculpe usted, oficial. Imagino su molestia, a nadie le gusta ser confundido con una mujer. ¿Mujer oficial? Ah, ya veo. No esperaba tener que denunciar un ilícito a una recepcionista telefónica.
Está de guardia… Da igual. Un problema suyo o de sus superiores. Obviemos la negligencia. Se dará cuenta que no me puedo detener en estas minucias; soy un ciudadano en riesgo.
Anote: Triunvirato esquina Ceretti. ¿La cuarenta y nueve? Toda la vida fue la treinta y cinco. Da igual, señorita. Oficial, perdón.
No me tome la denuncia si no le parece, pero mande una unidad inmediatamente.
Mientras hablo con usted puedo observar cómo el hombre se acerca a la puerta de mi vecino de enfrente.
No, no soy de los que apuran un juicio de valor por las apariencias externas de las personas. Justamente porque el ciudadano no se ve como linyera es que desconfío. ¿Acaso no le sorprendería a usted observar un cartonero de traje y corbata? No le digo un trajecito cualunque de cien pesos, ¿eh? Casi con seguridad le diría que el caballero porta un Armani o algo semejante.
No le voy a permitir, señorita. Soy un hombre en riesgo de vida.
Imagino que esta conversación debe estar siendo grabada. Dudo que le convenga a usted tener la prueba de su desidia cuando se inicie la investigación tras mi asesinato. – La sentencia del occiso baila con saña en los oídos de Linda, que no puede evitar una sonrisa sarcástica siempre que escucha esta parte de la grabación. -- Podría haber una muerte, sí. La mía o la de mi vecino. Es igual. No veo la diferencia. Somos todos ciudadanos que pagamos su salario con nuestros impuestos.
Le describo. Escuche. Es un hombre de unos veinticinco años. Alto, algo rengo de una pierna. De costosa elegancia. Arrastra un carrito improvisado, cargado de cartones y cosas viejas. Tiene pelo castaño, ojos verdes…
No necesito verlos; tiene porte de ojos verdes. Hay verdades que no es necesario constatar. ¿Yo? En un séptimo piso. Con la persiana baja puedo espiarlo entre las rendijas sin que me vea.
Nosotros somos un vecindario organizado. Nos cuidamos los unos a los otros, porque si vamos a esperar que lo haga quien debería…
No, no me corte. Sepa disculparme. No suelo ser descortés pero es que estoy francamente aterrado.
Le está tocando el timbre al escritor. Mi vecino. El escritor Saverio Fabián Brindisi. ¡El escritor, señorita! ¿Cómo puede ser usted tan ignorante? ¿Qué les enseñan en la escuela policial? Premio nobel. No es que tengamos muchos, ¿no?
¡Oh, mi Dios! Qué horror, le está clavando un puñal. – El sonido del teléfono al caer precede al silencio sucio de la línea interrumpida.
Cuando la unidad llegó finalmente a Tiunvirato esquina Ceretti encontró dos cadáveres. Uno el del escritor más famoso del continente acuchillado con un Tramontina; y el otro, el del hombre del teléfono. Alto, de pelo castaño, ojos verdes, una pierna ligeramente más corta que la otra, y un caro traje negro. Se había arrojado desde el séptimo piso sin siquiera colgar el teléfono.
Desde entonces Linda sube y baja todo el día trasladando a oficiales de la policía federal de un piso a otro del comando. Por las noches, sola en su casa vuelve a escuchar una y otra vez la grabación que truncó su carrera.