La iluminación impiadosa alcanza cada recoveco de la estación de trenes. Lupa de aumento que resalta la mugre acumulada, el olor a polvillo herrumbrado, y los cuerpos carentes de refugio. Sobre un banco se destaca un bulto oscuro, casi muerto de tan dormido, bastante más ataviado que los demás seres inertes del lugar. El vestuario estrambótico, sobrecargado de detalles, es inútil en cualquier contexto, pero en este huele a armadura. Una gótica de la calle. Casi una niña que juega con navajas.
En la calle la hilera de taxis comienza a formarse. En un par de horas la estación despertará y comenzará a escupir transeúntes. Clientes. Pasajeros. Pasajeros y/o clientes. Para Avián es lo mismo. Trabaja en el taxi y recauda trasladando o masturbando. Según prefiera cada cual. Su elegancia natural desentona con la del resto de los choferes. Su labor es más compleja que la de los colegas. Con el último trago de café, decide bajar por un baño. Debe acicalarse antes de que amanezca. Seductor se desliza por la vereda, y entra a la estación. Camina contoneándose pero sólo el eco de sus pasos acusa recibo de su exhibición. Un banco se interpone en su camino. La luz parece ensañarse con el cuerpo dormido.
-- ¡Carla! – grita furioso. Descarga eléctrica que sacude a la chica, y la incorpora aún contra su voluntad. Cara de niña, cuerpo de mujer exuberante, ojos suplicantes. El gato y el ratón. Hace semanas que Carla huye de su hermano. Avián quiere que vuelva a casa, ella se niega. Miseria por miseria prefiere la de la calle. Ella también sabe que los detalles no se alcanzan con trabajo.