El retazo se dibuja en el ángulo derecho del espejo retrovisor. Un ojo fijo, una nariz torcida que sale de cuadro. El movimiento del auto balancea la cabeza. Dos ojos. Uno mira hacia el frente; el otro, al costado. Algunos tienen mala suerte en el reparto. Capaz que el ojo se le escapa para no verla. Ella es fea con ganas. Yo tampoco la miro. Prefiero concentrarme en el fragmento por el que asoma un pedacito de cara con manija. Él tampoco se escapó de un concurso de belleza. La mina lo rodea entero con su brazo. Será para que no se escape. Él, aplastadito contra la puerta se deja agarrar. La garra aprieta con fuerza.
El que nace para tachero… La vocecita finita de la muy mosquita muerta: “¿Están sin auto? ¿Te llamo uno de confianza?”. Si no vinimos con auto es porque no queremos. Una flota tenemos. “¿Usan los autos de la cochería?”, la imbécil. Confianza no: confianzuda. Qué se tiene que meter ella con el auto que tomamos. Y el muy pollerudo que acepta. Que no está manejando por el tema del insomnio, las pastillas. ¿Para qué le explica? De la nariz lo lleva. La mamita le puso un gancho en la cara para que las hermanas puedan agarrarlo bien fuerte. Y la otra que especula. Como si le correspondiera algo. ¡Migajas le van a quedar! Es todo mío.
Ella susurra bajito. Pudorosa cara de luna. El gancho gira. Un ojo clavado en ella el otro en el espejo. Imagino su cara con anteojos negros. ¿Disimularían el portento? Podría ser peor. Él no escucha. Ella repite más alto. Así me gusta. Algunos hablan bajito para que no los escuche, pero yo oigo todo. Gajes del oficio: se desarrolla una oreja capaz de oír hasta los pensamientos. Algo hay que garrapiñar. Cara de luna dice que está contenta, que le hacen mucho bien estas visitas. El gancho se frunce, se ladea y asiente. Ella, que aunque la maltraten prefiere ir; que las otras la miran de arriba abajo; que si la envidia fuera tiña… Y debe ser tintura nomás. Los rulos que le cuelgan hasta los hombros tienen un evidente pasado oscuro. Ella sigue diciendo que nada de lo que tiene le vino porque sí, bien que se esforzó para conseguirlo. Que hay que trabajar entre los muertos. Que tampoco es tanto, pero lo poco que es se lo pone todo junto para impresionarlas. Estiro el ojo e intento dimensionar cuánto hay. Ella esconde como si adivinara.
Treinta y siete mil cuatrocientos veintiuno, treinta siete mil cuatrocientos veintidós, treinta y siete mil cuatrocientos veintitrés, treinta siete mil cuatrocientos veinticuatro, cuatrocientos veinticinco, cinco… Viene. Puedo sentir azul. Una presión que sube desde el fondo de la cabeza. La ola baja suave hasta los ojos. Surfeo la onda azul. Concentración. El surf es concentración y coordinación. Sincronizar. Cerrar los ojos en el momento justo. Me lleva, me hunde profundo. El remolino azul gira lento. Bajo, vuelta, una más, caigo.
En el angulito el gancho cabecea. El ojo se entorna despacito pero no se cierra. La luna gira enojada. Si se duerme ahora, no podrá dormirse a la noche. El ojo se agita. Ella que si es que no le interesa. El gancho se queda titilando y ella retoma con fuerza olvidando mi oído. En algún momento del trayecto siempre desaparezco. Diez, doce cuadras y ya no estoy. Ella lo reta enojada, después de todo merece dormir tranquila como cualquiera. El gancho baja. La luna sonríe zalamera con los ojos en línea y cierra más el abrazo. Que es por su bien. No es un bebé; dormir se duerme sólo de noche. La que no duerme nunca es la Elvira, qué ojeras, pobrecita. Y esa pinta. No se arregla ni para ir a misa. Que esperaba. Pobre. Ya cuánto hace de lo de Enrique. Podría vestirse un poco, buscarse otro. Parece que sólo le interesás vos. A veces me tiento. Una cosquillita interna que controlo antes de que suba. Cada cosa hay que oír.
¿Se ríe? Algo celeste en el espejo. Me espía. Me mira el escote. El tipo será muy bruto pero no está nada mal. Ojitos claros. Capaz que es ingeniero. Y por eso maneja mal, éste no nació para tachero. De lo que le sirvió a la Elvira… Una mano atrás y otra adelante. En la calle la dejó su ingeniero. Que si no se lo enterramos nosotros hay que ver cómo hacía. “Soy la hermana del dueño”. Ni una moneda le tiró al Pepe que le dejó al muerto que parecía un modelo. Hay que ser miserable. Y el otro que me lo vino a decir para que le de yo. ¿Y yo que tengo que ver? No se murió mi cuñada andá a pedirle al cuñado del finado que te paga el sueldo. Hay que ver lo confianzudo que se pone a veces. Sabe que me puede. Tiene una mano… Ése tampoco nació para funebrero. Otro reflejo celeste. Me vigila.
Picó. Los ojitos en línea, fijos en el espejo. La tengo Ahora a esperar que se clave el anzuelo. Viene fácil. El otro ni ve. O no le importa. ¿Tiene o no tiene? Funebrero, parece. Cuando aprieta al alfeñique suena a metal. Agita la otra mano y suena más fuerte y brilla. Tiene. Ella, que no alcanza con tener; hay que parecer. Que lo mejor de tener es verlo reflejado en las ganas del otro. Porque me imitan. Te habrás dado cuenta. El gancho oscila fuera de cuadro. La luna ocupa ahora todo el espejo. Se exhibe grandilocuente: Yo camino derechito y a ellas se le van los ojos. De arriba a abajo suman y sufren. Cada uno tiene lo que merece. ¿Merece? El gancho gira loco. Niega y asiente a la vez. ¿Será mudo? Pobre tipo, hay que estar todo el día rodeado de fiambres y a la noche encontrarse con la luna llena en casa que no te deja ni dormir.
Habla, habla, sacude las pulseras. Me agarra. Necesito azul. Colores complementarios se rechazan. Verde, amarillo, amarillo, verde, negro, dorado, verde, verde, rojo, amarillo. Una paleta enloquecida. Es la ventanilla. El verde le gana al azul. Cierro los ojos, o los oídos. ¿Será imposible? Debe haber otra manera. Si el ojo percibe lo que el cerebro le ordena, entonces se trata de dominar la mente, no el ojo. Pensar el azul, no verlo. El poder del azul. Pero cómo pensarlo sin verlo. Es imposible una ventanilla completamente azul. ¿Por qué algunos ojos perciben más el verde que el azul? ¿Serán los míos porque están torcidos?
No es mudo. ¿Qué dice? La luna gira espantada y cubre todo el espejo. Que por qué le pregunta qué colores ve. Todos veo. El arcoíris completo. Sí, veo el verde y todos los demás. Porque por suerte los ojos me funcionan perfectamente. El gancho se tuerce, tiene vida propia. Más que ver los colores parece querer olerlos. Cada uno se fuga con lo que puede, pobre tipo. La luna en cuarto menguante me acecha cómplice: “Lo que tengo es un color favorito, el celeste”, dice con intensión. Entregada. La mujer del bizco busca ojos que la reflejen entera. Clavo los míos en el espejo retrovisor. Un segundo es suficiente. La luna se inclina en cuarto creciente con los bucles sobre el escote.
Más que ingeniero parece galán de telenovela. Un actor olvidado. Hay que ver los huesos de la cara. Lo alimento bien, se lo doy al Pepe que lo deje bonito, y funeraria para qué te quiero. Basta de muertos, de colores, de números, y de insomnios. Qué hermoso poder decir. Soy la mujer del actor, del protagonista. Porque yo saco agua de las piedras. La Elvira se muere. Si le vendí cajones al virola… con esos ojitos celestes podemos conseguir cualquier cosa. ¿Por qué deja la avenida? La cara de la Elvira cuando vea que sin mí el hermano ni un fiambre se consigue ¿A dónde va? Bien pícaro que me resultó ojitos celeste. Mejor. Belleza e inteligencia… No nos para nadie a vos y a mí. Para qué agarra por el camino de tierra. Cada caripela. La boca del lobo.
Luna menguante de nuevo. Tiene miedo. El gancho, en cambio, titila. Sale el ojo derecho, entra el izquierdo, asoma una punta de nariz. Los pozos que hay y el tipo nada. ¿Y si no freno? Doblo antes de lo del gallego y soy el salvador. La decisión en el volante. Doblo, le hago el novio, y me saco la grande. Total, el bizco agradecido. El tipo lo único que quiere es dormir. El bamboleo de los pozos. La manija se hamaca en la cara. Los ojos se le cierran de nuevo.
El azul se percibe sin ver. Es la nariz, no lo ojos. Un olor que avanza, crece, madura, se instala. Huelo azul. Azul. Si hay un lugar azul en el universo es en el Riachuelo. Un aroma azufre azul intenso que se clava. No hay que verlo, ni que pensarlo. Alcanza con olerlo. El olor penetra y tiñe cada neurona. Azul, azul. Azul, azulazulazulazulazulazulazulazulazulazulazul.
El gancho sale por el costado en un cabeceo sin retorno. Un sueño reparador, pobre tipo. ¿Lo dejo dormir? El ojo derecho se le ríe contento. Debe estar soñando. La luna se achina, una rayita en la luneta. Gira, ve al gancho inclinado y se aparta indignada, no le importa más nada. Picó. El anzuelo hasta el fondo. Está más pendiente de las nuevas señales que de las viejas mañas. Pobre gorda qué decepción. ¿Qué me importa, no? Me pongo raro. Me da un cosquilleo. Podría seguir acunando a la napia insomne, vigilando a la gorda halagada. ¿Doblo o sigo hasta el gallego? Se sonríe cómplice la luna en el espejo y me da una ternura desconocida. El gancho ronca leve, la luna se ensombrece. Un pedacito de furia que presiona sobre mi pie que acelera. Atento a las señales del gallego olvido el espejo retrovisor y me zambullo en la bocacalle negra.