“Cambiar el aire depende de ti”, canta Diego Torres en su cabeza mientras intenta resistir la tentación de mandar el entrenamiento a la mierda. El compadre, que sabe de correr, dice que se trata de pasar el límite. “Hay que cambiar el aire, como la canción”. Pero cómo carajo se hace. El problema es que el corazón marcha más rápido que las piernas. Y el ruido que hace. Y la respiración. Un fuelle que alimenta al fuego que explota dentro de su corazón, y se expande por delante y por detrás invadiendo todas las galerías. Un sonido extrañado que se desprende de sí mismo, pero que se percibe como si fuera generado por otro. O por otros. Resoplo, pisada, tambor. Resoplo, pisada, tambor. Resoplopisadatambor. El ritmo desacompasado recorre el codo zigzagueante de los pasadizos y rebota contra alguna roca volviéndose contra él. Pronto el bochinche es tal que no logra distinguir si corre, o si es corrido. Una inmensa tropilla que lo rodea por delante y por detrás. No hay animales a 600 metros de profundidad. Sin embargo es inquietante. Vuelve su cabeza para atrás. La luz del casco le devuelve la realidad. Caminante se hace camino al andar. En la oscuridad de la mina los pasillos son casi una expresión de fe. Rubén está acostumbrado a caminar a ciegas abriendo lo negro con el haz de luz de su cabeza Pero correr es distinto. La velocidad de las piernas no es mayor a la de la luz. No importa. Es lo de menos. Antes de estrellarse contra una roca va a implosionar. Una puntada se le clava entre medio de las costillas. Un pico que se abre camino justo en el medio del costillar izquierdo.
El compadre dice que si resiste unos pasos más todo cambiará. Dos, tres, cuatro. Nada. No hay ninguna renovación del aire. El derrumbe interno lo detiene en seco. Algo se rompe dentro suyo. Los oídos le silban, la cabeza late más fuerte que el corazón. Cada gota de sangre decide trasladarse rauda hacia el extremo contrario del túnel que habita. Sumergido, ingrávido. Su cuerpo chorreante parece elevarse. La vida se le escapa entre los labios. Las rodillas se doblan. El ruido del casco anticipa su propia caída. Tanto aguantar para terminar reventado como un sapo en el fondo de la mina. Si ya faltaba poco para que los rescaten. Cuestión de fe. Un pelotudo el compadre. A quién le importa la elasticidad de los músculos podridos de un minero.
Rubén se ovilla contra el rincón, la cara hundida en el barro, la cabeza que vuela y asciende uno a uno los caminos internos de la mina, y atraviesa la inmensa piedra que bloqueó la salida de los 33 mineros hace ya más de dos meses. Un globo que sube liviano hacia el aire. Una lucecita chiquita al final del camino, que se abre y se expande. Debería cerrar los párpados antes de salir porque la luz del sol después de tanto tiempo sin verla puede enceguecerlo para siempre. Los ojos lagrimean anticipando el dolor. Un llanto incontrolable lo sacude. Sentado hurga en sus bolsillos y rescata un papel ajado y húmedo de transpiración. Tantea a su alrededor y encuentra el casco. Con un golpecito seco de su uña contra el farol la luz se enciende. El sol brilla en la foto que su señora le envió en la última “paloma” que bajó hasta el infierno.