martes, 21 de septiembre de 2010

Sol

“Cambiar el aire depende de ti”, canta Diego Torres en su cabeza mientras intenta resistir la tentación de mandar el entrenamiento a la mierda. El compadre, que sabe de correr, dice que se trata de pasar el límite. “Hay que cambiar el aire, como la canción”. Pero cómo carajo se hace. El problema es que el corazón marcha más rápido que las piernas. Y el ruido que hace. Y la respiración. Un fuelle que alimenta al fuego que explota dentro de su corazón, y se expande por delante y por detrás invadiendo todas las galerías. Un sonido extrañado que se desprende de sí mismo, pero que se percibe como si fuera generado por otro. O por otros. Resoplo, pisada, tambor. Resoplo, pisada, tambor. Resoplopisadatambor. El ritmo desacompasado recorre el codo zigzagueante de los pasadizos y rebota contra alguna roca volviéndose contra él. Pronto el bochinche es tal que no logra distinguir si corre, o si es corrido. Una inmensa tropilla que lo rodea por delante y por detrás. No hay animales a 600 metros de profundidad. Sin embargo es inquietante. Vuelve su cabeza para atrás. La luz del casco le devuelve la realidad. Caminante se hace camino al andar. En la oscuridad de la mina los pasillos son casi una expresión de fe. Rubén está acostumbrado a caminar a ciegas abriendo lo negro con el haz de luz de su cabeza Pero correr es distinto. La velocidad de las piernas no es mayor a la de la luz. No importa. Es lo de menos. Antes de estrellarse contra una roca va a implosionar. Una puntada se le clava entre medio de las costillas. Un pico que se abre camino justo en el medio del costillar izquierdo.

El compadre dice que si resiste unos pasos más todo cambiará. Dos, tres, cuatro. Nada. No hay ninguna renovación del aire. El derrumbe interno lo detiene en seco. Algo se rompe dentro suyo. Los oídos le silban, la cabeza late más fuerte que el corazón. Cada gota de sangre decide trasladarse rauda hacia el extremo contrario del túnel que habita. Sumergido, ingrávido. Su cuerpo chorreante parece elevarse. La vida se le escapa entre los labios. Las rodillas se doblan. El ruido del casco anticipa su propia caída. Tanto aguantar para terminar reventado como un sapo en el fondo de la mina. Si ya faltaba poco para que los rescaten. Cuestión de fe. Un pelotudo el compadre. A quién le importa la elasticidad de los músculos podridos de un minero.

Rubén se ovilla contra el rincón, la cara hundida en el barro, la cabeza que vuela y asciende uno a uno los caminos internos de la mina, y atraviesa la inmensa piedra que bloqueó la salida de los 33 mineros hace ya más de dos meses. Un globo que sube liviano hacia el aire. Una lucecita chiquita al final del camino, que se abre y se expande. Debería cerrar los párpados antes de salir porque la luz del sol después de tanto tiempo sin verla puede enceguecerlo para siempre. Los ojos lagrimean anticipando el dolor. Un llanto incontrolable lo sacude. Sentado hurga en sus bolsillos y rescata un papel ajado y húmedo de transpiración. Tantea a su alrededor y encuentra el casco. Con un golpecito seco de su uña contra el farol la luz se enciende. El sol brilla en la foto que su señora le envió en la última “paloma” que bajó hasta el infierno.

Frio

viernes, 17 de septiembre de 2010

Tierra

El silbato sonó con fuerza y se apagó sordo mientras se multiplicaba por los pasadizos zigzagueantes de la mina de San José, ubicada bien al norte, en un país del sur mundo. Pedro pensó en levantarse, pero no logró siquiera llenar sus pulmones con el aire suficiente como para que la idea llegara hasta sus músculos acalambrados. Quieto, los ojos cerrados, la nariz anulada por el perenne olor a polvo y orín, la piel fundida a la tierra húmeda sobre la que duerme, se permitió por un instante oír.

Los compañeros se levantaban con suavidad. Sus toces no lograban imponer su furia con la sonoridad del caso. El ruido también necesita de aire para propagarse. Alguno que había logrado pararse caminaba en círculos por el refugio, pateando sin querer a los rezagados como Pedro, que aún dudaban sobre la conveniencia de seguir resistiendo. El jefe dice que van 20 días. ¿Cómo puede saberlo? Deben estar a más de 500 metros. La chimenea de ventilación se tapó con el último derrumbe. Justo cuando Pedro pensaba cómo sacar a sus compañeros por una salida de emergencia que no tenía ni siquiera la escalera reglamentaria. No es que se entrega. Dieciocho años de minero tiene. El topo no se regala tan fácil. Fuerza no le va a faltar. Pero para qué. Por qué obedecer al silbato que obliga a la rutina diaria que los mantendrá vivos. ¿Para quién? La viuda sabrá disculpar cuando le llegue el cheque. ¿Lloraría la Yoli afuera junto a sus compañeras del Texas?

El estómago cobarde se retuerce con gemidos cuando escucha el sorbido de la cuchara de leche de los compañeros sobrevivientes. Si no se para perderá su turno y deberá esperar dos días más. La luminosidad de los faros del camión se filtra a través de sus párpados. El jefe está empeñado en entrenarlos en el aguante. Dice que si dejan de ver algo de luz enceguecerán cuando salgan. Pedro se estremece. Ojalá pudiera estar solo, gozando del silencio y la oscuridad que las entrañas de la tierra regalan a los osados que se atreven a entregársele. Alguien dijo que escuchaba de nuevo el ruido de la sonda que se llevó el mensaje: “Estamos bien los 33”. ¿A quién puede interesarle? Dos veces prendió la luz anunciando el día desde que mandaron el papel.

Pedro comenzaba a dormirse hamacado por los quejidos de su estómago cuando los gritos eufóricos del túnel vecino lograron sacudir su modorra. Sus extremidades obedecieron lentas las órdenes aceleradas de la adrenalina que circulaba torpe por sus venas. Sin atreverse a entornar siquiera los ojos, se guió a tientas hasta el túnel vecino del que provenían los gritos eufóricos de sus compañeros.

El jefe hablaba por una especie de teléfono que asomaba por la sonda. Es el presidente de la nación, gritó uno. No habían respondido enseguida al mensaje porque había que esperar que el presi se hiciera un rato para viajar hasta el desierto a hablarles. Que el tipo decía que tenían que tener paciencia porque lo primero era asegurar sus vidas. Que no los podían poner en riesgo al rescatarlos. Que había que aguantar porque un país espero los esperaba.

Pedro se recostó contra la pared de tierra. Respiró profundo, se atragantó. Tosió. Lloró. La muerte no era una opción que se le permitiera al minero.

Anclada en París

El dolor por su ausencia es inversamente proporcional a la distancia que separa de la costa al crucero que se interna en el océano Atlántico. El Caribe es una marca rojiza en la piel; una herida profunda que desgarra las entrañas. Justo un segundo antes de que el horizonte se trague a la isla la pasajera arroja su equipaje por la borda. Sabe que no volverá a necesitarlo.