El silbato sonó con fuerza y se apagó sordo mientras se multiplicaba por los pasadizos zigzagueantes de la mina de San José, ubicada bien al norte, en un país del sur mundo. Pedro pensó en levantarse, pero no logró siquiera llenar sus pulmones con el aire suficiente como para que la idea llegara hasta sus músculos acalambrados. Quieto, los ojos cerrados, la nariz anulada por el perenne olor a polvo y orín, la piel fundida a la tierra húmeda sobre la que duerme, se permitió por un instante oír.
Los compañeros se levantaban con suavidad. Sus toces no lograban imponer su furia con la sonoridad del caso. El ruido también necesita de aire para propagarse. Alguno que había logrado pararse caminaba en círculos por el refugio, pateando sin querer a los rezagados como Pedro, que aún dudaban sobre la conveniencia de seguir resistiendo. El jefe dice que van 20 días. ¿Cómo puede saberlo? Deben estar a más de 500 metros. La chimenea de ventilación se tapó con el último derrumbe. Justo cuando Pedro pensaba cómo sacar a sus compañeros por una salida de emergencia que no tenía ni siquiera la escalera reglamentaria. No es que se entrega. Dieciocho años de minero tiene. El topo no se regala tan fácil. Fuerza no le va a faltar. Pero para qué. Por qué obedecer al silbato que obliga a la rutina diaria que los mantendrá vivos. ¿Para quién? La viuda sabrá disculpar cuando le llegue el cheque. ¿Lloraría la Yoli afuera junto a sus compañeras del Texas?
El estómago cobarde se retuerce con gemidos cuando escucha el sorbido de la cuchara de leche de los compañeros sobrevivientes. Si no se para perderá su turno y deberá esperar dos días más. La luminosidad de los faros del camión se filtra a través de sus párpados. El jefe está empeñado en entrenarlos en el aguante. Dice que si dejan de ver algo de luz enceguecerán cuando salgan. Pedro se estremece. Ojalá pudiera estar solo, gozando del silencio y la oscuridad que las entrañas de la tierra regalan a los osados que se atreven a entregársele. Alguien dijo que escuchaba de nuevo el ruido de la sonda que se llevó el mensaje: “Estamos bien los 33”. ¿A quién puede interesarle? Dos veces prendió la luz anunciando el día desde que mandaron el papel.
Pedro comenzaba a dormirse hamacado por los quejidos de su estómago cuando los gritos eufóricos del túnel vecino lograron sacudir su modorra. Sus extremidades obedecieron lentas las órdenes aceleradas de la adrenalina que circulaba torpe por sus venas. Sin atreverse a entornar siquiera los ojos, se guió a tientas hasta el túnel vecino del que provenían los gritos eufóricos de sus compañeros.
El jefe hablaba por una especie de teléfono que asomaba por la sonda. Es el presidente de la nación, gritó uno. No habían respondido enseguida al mensaje porque había que esperar que el presi se hiciera un rato para viajar hasta el desierto a hablarles. Que el tipo decía que tenían que tener paciencia porque lo primero era asegurar sus vidas. Que no los podían poner en riesgo al rescatarlos. Que había que aguantar porque un país espero los esperaba.
Pedro se recostó contra la pared de tierra. Respiró profundo, se atragantó. Tosió. Lloró. La muerte no era una opción que se le permitiera al minero.