Debí haber escuchado el consejo: “nunca digas nunca”. Desde niña supe que yo no sería madre. No es obligatorio serlo y prefería obviar el paso. No jugaba a las muñecas, jamás tuve una mascota, no existía ningún bebé en mi familia, y yo no pensaba innovar. No en ése sentido; tenía muchos otros importantísimos planes para mí misma. Pero, sin embargo, antes de cumplir los 20 me encontré con una muñeca pepona llena de rulos entre mis brazos. No podría contar ni cómo fue que sucedió. Por supuesto que sé de qué modo exactamente llego la gorda a mis entrañas; conozco perfectamente la teoría, pero el problema es la práctica. Tanto es así, que desde entonces he dejado de practicar. No puedo perjudicar al mundo de tal modo. Por eso le pido su ayuda.
Mi hija es fea, gruesa, granosa, envidiosa, sosa y perezosa. Y no juego con las palabras, ellas se combinan solas para poder describir con más soltura semejante desatino de la naturaleza. Usted podrá creer que exagero, o que me encarnizo con ella por haberme truncado de seco tan altos planes. Tal vez sí, pero no creo. O sea, sí descuajeringó todos mis proyectos, pero eso nada tiene que ver con su fealdad, o con su maldad. Porque no se trata sólo de falta de belleza --que una cosa no tiene por qué venir acompañada de la otra—sino de un corazón oscuro y retorcido capaz de planear con saña las más refinadas maldades.
Como muestra bien vale un botón:
La nena tiene el cuarto atiborrado de libros de todos los colores. El padre se los trae sin que los pida. Si hay algo que sobra en ésta casa son los libros. Al carnicero, le sobran milanesas, al librero libros. Aunque mi gorda preferiría tener un padre kiosquero, pero bueno. No todos podemos tener lo que nos gusta. Hacía ya varios días que veía yo a la chiquita de la panadera que venía para éste lado. A veces se paraba en la puerta y esperaba sin animarse a tocar el timbre. Otras, llegaba decidida y pulsaba con fuerza. Mi gorda enseguida los cachetes rojos y se empinaba un caramelo de los que guarda en las tetas (ya me dirá usted cómo puede ser que la criatura tenga semejante delantera con lo chata que soy yo); y salía decida a atender a su compañera. Nunca la hacía pasar, pero por lo menos la recibía en casa. Llegué a pensar ilusionada que mi gorda se estaba haciendo una amiga. Y eso que la hija de la panadera es de las más bonitas de la clase: rubia, alta, delgada; una muñeca. Por fin mi gorda podía olvidar su fealdad, dejar de lado la envidia y establecer un genuino lazo de amistad y compañerismo con una niña sin fijarse, ni compararse.
Pasaron las semanas, llegó el verano y una tarde de esas que el sol atraviesa hasta los rulos del más valiente, veo por la ventana de mi cuarto a la panaderita durita en la puerta, los ojitos celestes brillando fijamente. Una sombra de sospecha me hizo asomarme.
Qué ingenua puedo ser. Porque yo sé que mi gorda es un demonio pero ésa tarde lo comprobé. La rubia no era su amiga, era su víctima. La hacía venir con la promesa de prestarle un libro de esos carísimos que deben valer lo mismo que cien kilos de pan. Pero cuando llegaba le inventaba alguna excusa para verla sufrir por la desilusión.
Parece una travesura de niños pero es más que eso. La fealdad no es más que una expresión del alma. Esa chica tiene el corazón podrido, y es por eso que yo necesito certificarme que ya no volveré a equivocarme.