Cruje el piso y abro los ojos. Respiro hondo y lento. El aire entra despacio. El frío que atraviesa mi nariz congela los pulmones. Levanto rápido el acolchado, sin pensar. La duda paraliza más que el hielo. Me levanto. La pierna derecha primero, la izquierda detrás. Me saco las medias gruesas y apoyo los pies blancos en el mosaico negro. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Los números se congelan en mi boca y sigo la cuenta muda en mi cabeza. La técnica consiste en pronunciar cada sonido en absoluto silencio. No hay apuro. No se debe pensar en un ciento sesenta y siete cualquiera, hay que recordar cada una de las aristas sonoras que hacen único al número. Termino junto con el timbre del despertador. No lo necesito, pero me tranquiliza saber que podría no despertarme sola que igual no faltaría a mi deber. No soy perfecta, puedo fallar. Los números no. La cifra crece inexorablemente. Los primeros días es fácil. Pero con los años sostener la cuenta se complica. Sobre todo en invierno.
El frío expulsa la sangre de la planta de mis pies que ya no me sostienen. Me arrastro hasta el baño sin mirar la ventana que permanece con las persianas cerradas. Tapo mis hombros con el chal grueso que cuelga de la puerta de la habitación. Puedo seguir la rutina sin abrigarme, pero el médico dice que me arriesgo a una pulmonía. No puedo darme el lujo de enfermarme. No voy a ser yo la que interrumpa el conteo. El movimiento devuelve algo de calor a mis extremidades pero el hormigueo continúa. El frío se torna costumbre. A veces debo esforzarme mucho por recuperarlo. De hecho ya no enciendo el calefón; supongo que no hay gas. Abro la canilla de la pileta sin prender la luz. No creo que haya electricidad, pero sí hay agua. Mojo la punta de mis dedos. No uso el hilo dental porque no como sólidos. Cepillo mis dientes con movimiento circular en sentido contrario a las agujas del reloj. Los de arriba, los de abajo, y la mordida. Con gran cuidado, no hay apuro. No puedo correr el riesgo de una caries. Cada pieza es fundamental. Hay que cuidar la herramienta. El chorro helado limpia mi cara que se llena de agujitas internas. Cierro la canilla y seco mi piel sin frotarla. Bajo mi bombacha cuidando de no levantar el camisón. Me siento en el inodoro y espero. El pis es un fluido resistente al frío. Espero. Relajo los músculos y comienza a bajar de a chorritos escasos. Limpio mi vagina con dos tiras de papel higiénico blanco. Apenas si apoyo el papel en la vulva. Subo la bombacha intentando no subir el camisón.
Cierro la puerta del baño y camino despacito hacia la ventana. Ésta es la parte más difícil. Son ocho pasos cortos o siete largos. Prefiero siete, pero despacio. Resisto la pulsión y me freno unos segundos junto a la ventana. La persiana pesa cada día más. Sutileza y coordinación. Sólo una rendija. Un descuido puede ser fatal. Mientras tiro de la soga que tensa las tablitas apuesto internamente conmigo misma. La ansiedad puede desbaratar el trabajo de años. Un instante crucial en el que se juega la vida entera. Una luz de esperanza calienta levemente mis manos. ¿Qué espero? Nunca logro saber qué prefiero hasta que lo veo. Sentado junto a la ventana, los vidrios empañados, sus piernas inútiles tapadas con una manta. Recién afeitado, peinado con la raya al costado, sumiso. Abre la boca y traga. La enfermera lo alimenta, él mira fijamente hacia mi ventana.