Domingo 2-2-14
Silencio
El teléfono sonó, el hombre se sobresaltó. Algunas secuelas quedaban. Se sentía orgulloso de su capacidad de salir indemne de la cárcel. Lo peor no es el encierro, lo peor es el ruido. Se hubiera arrancado los oídos. El de la escucha es una sentido perverso. Irreversible. Inadaptado. Porque el la nariz tampoco puede cerrarse y dejar de oler, pero se adapta. En menos de un mes de oler orín, caca, soledad, sudor, humedad, semen, miedo, sangre, y pus, la nariz se adapta. Deja de percibir el olor. Le da igual. Igual con los sabores. De hecho olvidó antes los sabores nauseabundos que los olores. La boca se acostumbra a todo. El cuerpo entero se olvida de todo. Tanto de la falta de contacto como del exceso. Pero el oído no. Es el único que permanece alerta. Como si el resto de los órganos se pudieran relajar solo porque habían dejado al guardián alerta: las orejas.
El teléfono volvió a sonar. Y el timbre. Y el caño de escape. Y la alarma del local de al lado, y la sirena de la policía que pasaba por la puerta de su nuevo local. Ojalá lograra volver al silencio de su celda.
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