El papel húmedo se deshacía entre sus dedos.
Blando, viscoso. El resfrío había llegado con el último frío y persistía con
fuerza primaveral. Hay una edad en la que el moco se vuelve crónico. Elena
(¿por qué siempre llamo Elena a mis personajes?) frotó el pañuelo descartable
contra su nariz enrojecida y lo volvió a guardar en el puño de su abrigo. De
joven había tenido rasgos delicados, una nariz respingada. Por lo menos eso
atestiguaban las fotos. Ahora en cambio parecía un tubérculo. Estaba vieja. Uno
de los síntomas de la ancianidad era la compulsión al recuerdo infantil. Como
si entre aquella niña lejana y esta señora mayor que se arrastraba por los
pasillos del cementerio de Chacarita, no hubiera habido grises. Su abuela
también guardaba el pañuelo con mocos en el puño. (Igual que a mía. Pero yo ni
uso. Ni de tela, ni de papel. Un rollo de papel higiénico en el escritorio, y
listo. Sueno y al tacho.) Uno chiquito, bordado, arrugado. (Mi abuela usaba los
pañuelos grandes de hombre. Se había negado a regalar las pertenencias de su
marido al enviudar. Y lo bien que había hecho, después de todo sólo ella sabía
cuánto le había costado a Primo --¡se llamaba Primo!-- ganarse el pan, trepado
a los postes de teléfono, repartiendo o reparando líneas telefónicas todo el
santo día.)
Hubiera preferido un día nublado, más acorde
con el entorno, y con su misión. No es que le molestara el sol brillando en el
mármol de los panteones, al contrario, allí se sentía mejor que en su casa. El
problema era que el calor encendía más aún su nariz y no podía dejar de
estornudar. (Hay una especie de placer reivindicativo en el estornudo suelto
sin contención ni prurito. Ese que te sacude el cuerpo desde las plantas de los
pies hasta las raíces del pelo. --La imagen es de Carla, me quedó pegada. Es el
riesgo de compartir tantas escrituras, qué va a hacer. Desde que la leí que me
pregunto por qué invertir el orden. Por qué de los pies a la cabeza y no de la
cabeza a los pies. O sea, que otro sentido infiere la imagen en ese orden. ¿Y
si fuera al revés? La cabeza entonces sería más importante. En cambio de este
modo lo que más importa es la planta del pie. Lo terrenal. Los pies en la
tierra. Y la cabeza no es la cabeza. Son las raíces del pelo. O sea que el
recorrido imaginario por el cuerpo que traza la imagen es de atravesamiento.
Parte de las plantas y sube por dentro hacia las raíces de los pelos. Se
detiene allí, sólo elige lo interno. De lo contrario continuaría hasta la punta
del pelo.-- Me gusta ver la cara de
espanto, la contorsión del otro evitando la gotita de saliva que se esparce sin
discriminar, con la fuerza expelida por la acción misma del estornudo. Fuerza
centrífuga que termina por bañarte a vos misma en tus propios fluidos
babeantes. La nariz se libera por un instante, y el pañuelito asqueroso del
puño limpia el desastre.) Como fuera Elena tenía un resfrío infernal, y el sol
no ayudaba. Había trabajado allí toda su vida, no le temía a los muertos Ni a
la muerte, pero preferiría transitar esos pasillos con algo más de salud. Le
gustaba hacer rechinar sus tacos sobre la vereda. (Entonces no es Chacarita, porque las
vereditas del Cementerio de Chacarita están todas rotas. Tenés que caminar por
las calles mismas que la atraviesan a escala, tipo diagonal de La Plata, y que
igual están casi desiertas. A no ser por algún auto que de golpe pasa a una
velocidad sorprendente.) El sonido del motor de un auto tapó unos segundos el
piar de los pájaros enfervorizados por el calor primaveral. El auto pasó tan rápido que Elena se preguntó
si el chofer pretendía ahorrarse el viaje de la cochería. Habría que
denunciarlo. Antes, cuando observaba una contravención de estas, sacaba su
libretita y anotaba el número de patente. Ya no tenía su libreta pero igual, si
no estuviera tan ocupada avisaría a sus ex colegas. Le gustaba guardar las formas. Ese espacio era
sagrado. Solía recordárselo a sus compañeros.
El olor del crematorio la trajo de nuevo al
presente. Lo único que no extrañaba de su antiguo trabajo. Una bestialidad. No
es que tuviera nada en contra de la costumbre de cremar a los muertos (¿a quién
le importa lo que le hagan a tu cuerpo cuando ya no lo habites?) el problema
era el olor. Nunca entendió por qué los vecinos no se quejaban. Si hasta ella podía olerlo con resfrío y
todo. El olor de los muertos. (Nunca
cremaron --¿por qué "cremaron" y no "quemaron"-- a ninguno
de mis muertos sin embargo tengo claro el recuerdo de la imagen del cajón
entrando a un horno gigante. Así, horizontal. De los pies a la cabeza. El fuego
atravesando el cuerpo desde la planta de los pies hasta la raíz del pelo. Ahí
sí queda clara la imagen. No necesita mencionar al pelo porque habrá
desaparecido antes que su propia raíz. Por el tema de la combustión. Un
recuerdo nítido. La boca desfigurada del horno tragándose un cajón de madera
marrón. Será imaginado. O de alguna película. Soñado, no. No podemos soñar lo
que nunca vimos. Imposible representar lo que no fue primero presentado. No
somos dueños de la imágenes que nos despiertan. De la planta del pie a la raíz
del pelo. --ene, ese o vocal. O zeta. También con zeta va tilde.-- Hasta
recuerdo haber pensado qué desperdicio, para qué queman el cajón. Aunque si te
entierran o te meten en un nicho también el cajón se desperdicia. Cuanto
envoltorio para un cuerpo putrefacto.)
Elena sabe que hasta de los más elegantes
mausoleos brota un olor hediondo. La humedad, los gusanos. No es que le
molestara, no. Vientisiete años de servicio y no faltó ni un sólo día a su
trabajo. Antes solía tener buena salud. El trabajo la mantenía sana. Sintió
burbujas gaseosas en la nariz (No siempre grave con zeta lleva tilde) y lanzó
un estornudo que retumbó en las paredes internas del panteón del banquero que
nadie recordaba, ni reparaba sus vidrios. Seguía igual que siempre. O peor. La
puerta ahora permanecía semi abierta, como invitando al transeúnte a pasar. El
cajón de madera que contendría los restos del banquero, se exhibía impúdico
bajo el altar de mármol. ¿Habrían muerto todos? Difícil porque la cripta sólo
tenía ese cajón. O el muerto habrá sido poco querido. Una sola placa en la
puerta: "Al mejor empleado del banco", sus compañeros. (Un empleado
de banco no llega a casita en el cementerio, como mucho nicho comunitario por
cinco años y después urna. A quién se le ocurre ocupar tanto espacio vital con
tanta ausencia de vida.) Buscó el pañuelo escondido en la manga y se limpió. No
había nadie a esa hora, podría encontrar a su antiguo jefe solo. Faltaban unos
pocos minutos para las 14, hora en que empezaba el turno de la tarde. Capaz que
aún no había llegado. Lo esperaría. Era un lugar público. Cualquiera podía
pasear por las vereditas angostas. (Angostas, ¿ves? Es Chacarita, nomás. Y visto
así, desde la perspectiva de Elena, o de cualquier otro transeúnte que lo
habite en forma vertical --la mayoría lo hace en forma horizontal-- el cementerio parece una pequeña ciudad, con
sus calles pequeñas, sus casitas, algunos edificios más altos, pero también a
escala pequeña y con varios habitantes. Las iglesitas, placitas, jardincitos.
Como la Ciudad de los niños, pero de los muertos. No hay banco pero está la
casita del ex banquero. Los monoblocks del conurbano representados por los nichos
que se apilan como colmena de abeja. Y los ricos viven en la zona residencial,
la de la lápidas rodeadas de verde césped. ) Al doblar en la esquina vio a Domínguez dormitando sobre su silla.
Había llegado puntual. Se quedaba él el mausoleo de los maestros para dormir
tranquilo. No iba nunca nadie, se pasaba el turno sin tener que entrar siquiera.
A ella, en cambio, le dieron siempre el pasillo de los nichos con los muertos
más recientes. Había que lidiar hasta con la escalera. Hay que aguantarse veintisiete años de
pasarle el pañuelo a la viuda sabiendo que el llanto no la traerá de vuelta
nunca más. (Por qué viuda, y no viudo. El prejuicio machista acecha.) A Elena
le hubiera gustado trabajar en esta otra ala pero sabía que era imposible. Esa
era una zona para los empleados mejor vinculados con el Sindicato de Obreros y
Empleados de Cementerio de la República Argentina. El S.O.E.C.R.A. Un sindicato muy poderoso, no
era fácil. De hecho a ella la habían ayudado mucho con su jubilación. Aunque
ahora se arrepentía, no le había sido muy provechosa. No tenía mucho que hacer
con su vida. Sólo le había servido para darse cuenta de cuán sola estaba, de
cuantas enfermedades acechaban a los viejos, y de lo cerca que estaba del
cementerio, pero de las entrañas del cementerio. Por eso había ido a verlo a
Domínguez (¿a que si me pongo a rastrear encuentro otros cinco Domínguez más en
otros de mis relatos?, me aterra más la falta de imaginación que la muerte).
Necesitaba pedirle un favor inmenso. Pensaba darle todos sus ahorros. Total,
ahora que estaba tan enferma que ni podía superar un resfrío de qué podía
servirle el dinero. No se iba a llevar el dinero a la tumba. No señor. Se lo
gastaría todo en un descanso digno. No podía aceptar que cremen sus restos
molestando a todos los vecinos, menos aún que la coloquen en uno de esos
nichos. Los monoblocs del cementerio. Ella quería, merecía, un panteón. Si,
Domínguez sabía que había muchos deshabitados. Más de la mitad. No le robaría
nada a nadie porque están en desuso. Como quien ocupa una casa abandonada cuando
no tiene un techo donde vivir. Ella ocuparía una de estas casitas y se quedaría
allí tranquilita por toda la eternidad. Se acercó al hombre, estornudó con
fuerza, limpió su nariz y comenzó su alegato. (Si por lo menos pudiera dejar de
estornudar.)
Bibiana Ricciardi