de Bibiana Ricciardi
-- Hasta acá llegué.
Laura lava sus manos con esmero. El agua tibia desborda sus
manos e inunda la pileta colapsada del baño del personal. El abandono con el
que el estado trata a sus empleados. A quién podría importarle que esté tapada
la rejilla del sumidero del toilette femenino, del ala derecha, del sexto piso
de la Biblioteca Nacional. Podría ser ese o cualquier otro. La mole se degrada.
No se puede tapar el sol con un dedo. Apenas si intentan conservar los documentos
que atesora el tesoro. Tarea igual de infructuosa, pero más digna.
Como con los papeles valiosos, Laura centra la atención en sus
dedos, es imposible cuidar la higiene de sus manos y la del baño. Elige sus
propias extremidades, destreza de bibliotecaria. Esas yemas han acariciado el
manuscrito y deberían volver a hacerlo. No usa guantes de goma. No sería
propio. Elemento para cirujanos. El investigador, en cambio, necesita del tacto
para encontrar vida. Laura tiene
suficiente experiencia como para haber aprendido muchos de estos trucos que no
se enseñan en la facultad. Por eso su enojo.
-- Última vez.
El espejo es su único testigo. Pero ella no le habla. No se
mira mientras se habla porque no se habla a sí misma. Le habla a él. A Germán.
El hombre que la arrastró en la locura de rastrear las huellas del maquiavélico
escritor. Ese que trazó su trampa pensando en cazar a la mosca que volaría
cuando él ya no estuviera. Que pretende manejar los hilos de la trama desde el
más allá. Con ella no. No permitiría que
se complete la transmigración de su alma perversa. Justo. Ella que se ató las
trompas en cuanto supo que no podría evitar tener sexo. No tendría un hijo para
no verse continuada en otro, menos iba a permitir que el famoso escritor la
usara de medium. Y no le importaba ningún argumento. Por más que Germán
asegurara que su abuelo (sí, Germán estaba convencido de ser el único
descendiente directo de tan ilustre señor) necesitaba de ellos para que su obra
continuara mutando, abismándose en nuevos laberintos pese al corset en que su
viuda pretendía encerrarla. Y a ella qué. Una cosa era trabajar a destajo
revolviendo papeles, tejiendo y destejiendo tramas ajenas, y otra muy distinta
permitir que el más célebre escritor
contemporáneo prosiga su obra a través suyo. La eternidad no existe. Todos
deben degradarse. Pudrirse en el fango. Dejarse tapar por el lodo de los aludes
del tiempo. Y el que no una prenda tendrá. Y la prenda esta vez se la puso
ella. De tanto estudiar los dobleces de la tinta oscura en la que envolvía su
engaño el escritor aprendió a copiar su letra a la perfección. Parecer no es
ser. Ella puede hacer la letra del otro sin que nadie note la diferencia. Pero
no es la letra del otro. Ergo ella sigue siendo ella, la dueña de la copia
exacta. No es el otro, es ella. Una mujer común y corriente que se atrofia como
cualquier otra. U otro. Por eso, su acción permitiría que el gesto del
antepasado se detuviera.
Germán estaba tan excitado que no quiso ni tocar el pequeño
manuscrito amarillento que apareció entre las páginas de la vieja revista.
Mientras él corría a buscar sus guantes de goma, ella garabateó sobre el papel
con la pluma del extinto. Esa que también atesoraba el tesoro. Conocía de memoria el texto original, y
alcanzaba a comprender el dibujo de líneas de la secreta forma de tiempo que el
nuevo final agregaría al texto inmortal. Por eso, de un plumazo escribió otro
más terrestre, o no. Pero otro. Uno que cambiaría el curso de la repetición
infinita de tramas, y que la liberaría a ella de la trampa que la encerraba en
la mole de cemento, rodeada del centenario polvo.
Desde el marco de la puerta del baño Germán la observó
cerrar con desdén la canilla sin siquiera enojarse por la humedad de sus pies. La
ceja enarcada. La dejó escapar. No podría ir muy lejos. El laberinto era
inexpugnable y ella lo había completado con su gesto previsto.
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