Km 0 - Roseti y Tronador, Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, Argentina
Soy de las
que tienen las cosas claras. Cada cosa por su nombre. Por ejemplo esto que
escribo aquí. Si, esto. Esto mismo que usted está leyendo. Esto que aún no
tiene nombre. ¿Cómo podría llamarlo si aún no tiene forma? Lo que digo: cada
cosa por su nombre. Al pan, pan. Y a la descripción del pan, texto. Puedo
nombrar hasta el tipo de olor que despide la hogaza recién horneada. Su
textura, su color. Puedo utilizar decenas de vocablos para describir al detalle
dicho ente. El problema no es de amplitud de vocabulario. Las palabras por
suerte abundan, pero no pueden reemplazar al pan. "Esto no es una
pipa". (Esto que acabo de entrecomillar no es Magritte. Es sólo una cita.)
Por eso, volviendo a lo mío, "esto" que está tomando forma textual no
es un relato personal. Ni siquiera una reflexión autobiográfica. ¿Por qué lo
sería? ¿Porque está escrito en primera persona? ¿Porque quien afirma su
convicción sobre la forma lo hace mientras relata? ¿Porque coincide la voz de
la narradora con la de la protagonista? Mera coincidencia. La idea es escribir
un cuento. Esto todavía no lo es, lo sé. Pero tampoco es real. Es ficción.
Aunque escriba y reflexione en primera persona. Aunque yo también tenga un hijo
que quiere un perro. Digo yo, la autora, no la protagonista. Ambas tenemos un
hijo. O dos, en verdad. Uno mayor que el otro. Tan mayor como para poder
argumentar con fuerza antes de que sea concebido su hermano. El niño (mi hijo
mayor, que aún no lo era porque todavía no tenía hermanos - evitaré nombrarlo
para atajar suspicacias-) quería un perro. Pero a mí (la que habla ahora soy yo
misma, el personaje de ficción) jamás me gustaron los perros. Por eso argumenté
que antes de tener un perro prefería tener otro hijo, ya que los bebés dan
tanto trabajo como los perros. No fue una humorada. De hecho, su padre y yo
concebimos así una nueva criatura. Un cachorrito. Macho, dulce y juguetón, que
en cuanto creció lo suficiente pidió un perro. Mi marido y yo ya estábamos
cansados y preferimos no discutir. Llegó así Atos a nuestra casa. ¿Moraleja?
Nunca digas nunca. Esto no es un cuento. Es una fábula. Las fábulas no son
reales. Quien me conoce (a mí, la escritora es quien escribe ahora, no la
protagonista) sabe que yo jamás aceptaría un perro en mi casa. Tengo un marido
y dos hijos. Pero jamás tendría un perro.
Bibiana
Ricciardi