Después de un prolongado silencio comenzó a
toser. Sin mucho entusiasmo, una tosecita seca. Para meter ruido nomás. El eco
le devolvió su pobre y mustio sonido impoluto. El carraspeo no parecía haber
chocado ni con una silla siquiera. ¿Estaba en un espacio vacío?¿Qué tan vacío
podía estar un espacio?
Extendió una mano hacia atrás, palpó el aire a
su alrededor. Nada. Hubiera jurado que aunque sea habría una pared. Algo dónde
apoyarse. Dio un paso breve hacia atrás. Los límites de los espacios suelen
estar hacia atrás. Sus zapatos de goma ni siquiera rozaron el suelo. Tampoco
había abajo. El vacío era extenso. Profundo. Pensó que entraría en pánico si no
lograba saber dónde estaba. En qué parte de sí misma había logrado sumergirse
esta vez. Imaginó uno de esos mapas para
guiarse en las ciudades. Esos que indican “Usted está aquí” y marcan con un
círculo rojo un espacio diminuto en un crucigrama de calles. Una afirmación
potente, capaz de devolverle la tranquilidad hasta al más exigente de los
transeúntes. Ahora la fórmula se invertía: “¿Dónde está usted?”. Sin líneas, ni
círculos no hay mapa posible.
Intentó
percibir su propio pulso, la textura de sus entrañas. El olor de los fluidos
circulando dentro suyo. El rumor de la sangre inundando sus venas. Nada. No había
nada. No había forma de guiarse dentro de uno mismo. ¿Qué hacer? ¿Qué podía
hacer una consigo misma? Ante todo activar el instinto de supervivencia: Aceptar
con resignación el vacío interior, y evitar exponerse ante una pantalla en
blanco.
Bibiana
Ricciardi