Km 4,56 - Campana y Mosconi, Villa Pueyrredón –
Capital Federal, Argentina
El cuarto hedía a fármacos y muerte. Cinco pasajeras
en tránsito yacían en sus camas. Mujeres mayores, de edad incierta, terminal.
Tubos, murmullos. Congoja. No era Terapia
intensiva, no necesitaba serlo. ¿Para qué? Sala de espera. Transición. Los ojos
de las enfermas cerrados, los de sus familiares entornados.
La mujer
de la derecha estaba inmóvil desde hacia días. Las enfermeras habían apostado a
que sería la próxima en partir. Era un juego inocuo pero oculto. Las autoridades
del hospital habían prohibido las apuestas entre el personal. ¿Pensarían que
alguno de ellos podría acelerar la partida de su favorita? Ridículo. La prueba
era que hacía siete días que la mujer en cuestión habitaba la sala intermedia y
todavía estaba viva. Y eso que no tenía familiar que la cuidara. La tarde del séptimo
día, después de la ronda de las quince, cuando ya se estaba apagando el murmullo
de los deudos que sostenían la espera, la mujer solitaria se sentó en su cama,
abrió lo ojos, inspiró y gritó:
-- Cuarenta y dos.
Su voz quebró el silencio de la rutina. Una
señora que asistía a la vecina inmediata de la resucitada soltó un pequeño gritito
de susto. La de enfrente, en cambio, fue la primera en reaccionar. Buscó la
complicidad de las demás, que aceptaron en silencio la propuesta. El encargado
de bajar fue el chico de la pelirroja. Una vaquita de diez pesos por cabeza. Nacional,
Provincial, Matutina y Vespertina.
La noticia del premio corrió por los pasillos
del hospital. Reguero de pólvora. Cuando a la tarde siguiente la casi occisa
volvió a saltar de su sopor para cantar otro número, la Sala de Terapia
Intermedia tenía mucha más gente de la viva que los días anteriores. Los
familiares históricos murmuraban desconformes, pero debieron aceptar resignados
que cada uno de los nuevos apostara al treinta nueve que volvió a salir en la
vespertina.
El tercer día, en cambio, las enfermeras
resolvieron cortar por lo sano y acaparar la totalidad del premio. Egoísmo
injustificado, porque después de todo cada uno apostaba lo suyo y ganaba por sí
mismo, sin restarle nada al otro. Sin embargo, las profesionales de la salud
estaban algo molestas con aquella situación. Ellas tenían su juego previo, y a
la favorita no sólo que se le daba por resistir, sino que además lo hacía para
competirles a ellas mismas en su mismo terreno.
A las catorce horas entraron a la sala y con la
excusa de que habían adelantado la hora de la higiene sacaron a todas las
visitas al pasillo. Entonces se sentaron en la cama de la numeróloga y
esperaron. La vieja permanecía inmóvil, casi muerta pero tan viva. Una hora después,
con la puntualidad de un reloj cucú, la mujer cantó el diecisiete. Las
enfermeras se habían ido preparadas. Cada una tenía encima hasta el último
centavo de sus ahorros. Bajaron todas juntas excitadas, sin preocuparse por la
posible sanción de las autoridades del lugar. El número no salió ni en la
vespertina ni en la matutina. La mujer de los números expiró tranquila minutos
después del sorteo.
Bibiana Ricciardi