domingo, 17 de abril de 2016
Agujas
Esperaste que el reloj diera las siete. Los relojes. Había demasiados. Abriste la bolsa de Auchan, sacaste el tejido. Las agujas gruesas de madera habían quedado enganchadas en la bufanda. Las clavaste con cuidado antes de salir de casa por la mañana. Las habías enredado del revés hacia el derecho y luego de vuelta al revés. Lo hiciste tan despacio como lo haría una niña de siete años y medio. La voz de tu mamá en la sien. Te limpiaste el sudor de la nuca. Tenías las manos húmedas. La escuchaste decir que te laves las manos antes de volver al tejido. Te las secaste en el pantalón. Pensaste en abrir la ventana. Ruido fresco o calor ahogado. No lo hiciste. No tomaste tu café. Guardaste el tejido en la bolsa del supermercado. Solo hacías bufandas. A rayas. Franjas de dos centímetros. La bandera de Francia. Estabas agradecida. Desenganchaste las agujas con cuidado. El reloj de la izquierda tropezó. No lo miraste. Conocías el truco. Le daba por dar saltos. En cualquiera de los dos sentidos del giro. Era poco confiable. Las primeras semanas aprendiste que no se debe confiar en los mecanismos suizos. Y que jamás se debe mirar un reloj a la cara. Te sacaste con delicadeza los tapones de los oídos. Te los habían dado en el avión pero no los usaste jamás en el vuelo. La aversión por el sonido externo te había nacido en esta ciudad. El tic tac a repetición te golpeó de frente, buscaste equilibrio, abriste las piernas. El marinero se afirma a la cubierta del barco para enfrentar la tormenta. Una ola gigante. Los relojes de la derecha eran mucho más potentes. Habían pertenecido a la vieja estación. No te dejaste inmutar. Sacaste la aguja derecha, la que sostenía los puntos. Los viste saltar uno por uno al ritmo que marcaba el chiquito de la vidriera. El que una vez estuviste a punto de venderle a una turista. Te lo había pedido, lo había visto, oído, querido. Lo estabas envolviendo orgullosa. Una venta. Un poco de sentido en ese cementerio de relojes. Escuchaste la voz de la dueña felicitándote. Volteaste a buscar la cinta para cerrar el paquete y cuando volviste al mostrador la mujer ya no estaba. Desenvolviste el pequeño artefacto, lo colocaste con cuidado en la vidriera y regresaste al tejido. Ahora terminaste de sacar la aguja. Los puntos rojos abiertos como ojos. Tiraste lentamente de la punta. La lana comenzó a danzar un baile de pestañeos rojos azules y blancos al compás del tic tac sincopado. Terminaste de destejar la bufanda. Ovillaste con cuidado la roja, luego mucho más despacio la azul y por último apurada sospechando que habría habido un salto a tus espaldas, la blanca. No miraste ninguno de los relojes. Sabías que eran las siete. Guardaste las lanas en la bolsa de Auchan, saliste y cerraste con llave el local.