martes, 30 de junio de 2015

El gran sueño

Juan espera en el prado azul con una caja translúcida en cada mano. Busca el destello, juega con sus ojos, mide los distintos ángulos de visión. Ejercita. Prueba la resistencia de sus párpados. Imagina que es capaz de volver a abrirlos aún contra su voluntad. Si al menos alguien hubiera despertado aunque sea por unos segundos para contarle a los despiertos cómo es que llega el sueño. Tiene miedo, pero no huye. Su misión es impostergable.
Juan en verdad no se llama Juan. Es decir, sí se llama Juan, pero ha ocultado hasta hoy su nombre. Conoce el peligro de ostentar semejante posesión. Su ser Juan es lo poco que le ha quedado de la fortuna de sus padres.
Ana y José se durmieron cuando Juan aún se llamaba Juan. José había hecho una pequeña fortuna con la compra y venta de nombres. Fue un visionario, se dedicó a la cría mucho antes de que comenzaran a escasear. Por entonces era una tarea sencilla. Los nombres flotaban cada uno con su propia luminescencia en las afueras de la ciudad. Cerca de las colinas azules, apenas a un metro del nivel del prado. Cazarlos era cosa de niños. Bastaba con usar una redes similares a las que se utilizaban antes del gran sueño, cuando aún había mariposas.
El negocio creció rápido. Había cientos de cazadores de nombres. Las madres seguían pariendo niños pero era difícil mantenerlos despiertos hasta que algún familiar les cazara algún nombre. Entonces comenzó a industrializarse el acto del nombramiento. Nadie se animaba a parir sin un nombre flotando dentro de la sala de partos. Alcanzaba con eso. Se sabe que el nombre se adhiere a la persona NN sin mayor esfuerzo. Solo había que garantizarse que no hubiera ningún otro NN en el lugar. Y por supuesto no lo había porque de lo contrario estaría dormido, y poco hubiera servido a los intereses propios del acto de parimiento.
La habilidad de José (que no siempre se llamó José, porque antes de ser millonario tenía un nombre barato: 2410_QAZ) fue la de descubrir un sistema mediante el cual el nombre podía ser cazado con la red de mariposas, y encerrado inmediatamente en cajas translúcidas que tomaban el color del nombre que contenían. Eran de una belleza tal que pronto se convirtieron en el regalo favorito de los insomnes, que mantenían la antigua tradición de homenajear a sus seres queridos.
El problema comenzó cuando el prado del Sur, que fue el primero en sufrir la acción de los depredadores por su cercanía a la ciudad, dejó de brillar. Algunos cazadores creyeron que sería por la acción del viento. Desde el gran sueño cada alteración urbana intentaba primero ser explicada por ese viento constante que doblaba en dos a los transeúntes, pero que a su vez cumplía el rol de mantenerlos convenientemente despiertos. Pero no había sido producto de la dispersión climatológica. Nadie había previsto con suficiente anticipación que el uso indiscriminado de un bien no renovable podía una vez más llevar a la raza humana al borde de la extinción. Los más ambiciosos compraban nombres especulando con cómo crecería su precio cuando se hubieran dormido los pocos tocayos que aún se mantenían insomnes.
Hubo quien llegó incluso a administrar algún somnífero a su último tocayo, por mera especulación financiera. La ley fue muy dura con cada uno de ellos. Se les aplicó el mismo somnífero que a sus víctimas, y sus nombres fueron a parar a las arcas de la ciudad para ayudar a solventar los inmensos gastos que generaban los durmientes improductivos.
El problema comenzó cuando las mujeres que se embarazaban veían pasar los meses de gestación sin lograr adquirir ni siquiera un ZZZ33. Hubo movilizaciones populares exigiendo una respuesta a las autoridades que respondieron con un decreto que prohibía la comercialización de nombres. Entonces sí fue el caos. La ciudad y sus alrededores se poblaron de cazadores furtivos capaces de administrar somníferos con tal de hacerse de un nombre para su niño por llegar.
Pronto el mercado negro de nombres fue moneda corriente. Por un Romina se podían
llegar a pagar hasta 1000 unidades de nombres alfanuméricos. Así fue, de hecho, como se durmieron Ana y José. En un mismo acto. En una  cena de beneficencia para recaudar nombres para los niños por nacer alguien les sirvió un trago del que nunca despertaron.
Su único hijo, QWERTY (tal era el seudónimo bajo el cual Juan escondía su tesoro), los cuidó con esmero desde entonces, esperando la cura que año a año los científicos prometían en vano. Llegaría el día que sus padres despertarían. Pero la fortuna paterna se fue disipando, los durmientes exigían todos tipo de costosos cuidados. Y ahora Juan debe afrontar una nueva responsabilidad: su mujer, @TRESME, espera un niño, tienen pocos meses para conseguir su nombre.
Llegó la hora de que Juan se desprenda de su tesoro. En el prado la luz ha ido bajando, Juan siente una fuerte somnoliencia. Sus párpados le pesan más que el secreto que su nombre oculta. Está cansado, hace mucho tiempo que no duerme.

martes, 2 de junio de 2015

A mi nunca me pegó nadie


No me gusta el feminismo.
A mí el género me abrió más puertas de las que me cerró. Gracias a que soy mujer trabajé en forma constante, sin bajar jamás los brazos, sin retroceder ni para tomar impulso. Agradeciendo siempre la inmensa suerte de ser considerada. Disimulando el temor de que se me eligiera por algún atributo distinto al que el puesto requería. Rindiendo examen a diario por si algún tercero también abrigaba alguna duda. O alguna. Ocultando las limitaciones propias de la maternidad hasta el punto de olvidarlas. Hasta segundos antes de parir y aún con los puntos de la cesárea frescos. Que nadie crea que por ser mujer trabajo menos. Al contrario.
Tampoco nadie me violentó jamás. Ejercí con dedicación mi femineidad. Nunca permití que la grasa o las canas atentaran contra mis encantos naturales. Libro en vano las batallas diarias contra las arrugas o la celulitits. Levanto la cabeza orgullosa cuando aún oigo algún piropo en la calle. Me he ganado cada una de esas miradas. LLegué a al borde de los cincuenta sin morir en el intento. A mi nunca nadie me pegó porque yo supe adaptarme a lo que ellos necesitaban de mí.