28-1-14
Amianto
El problema no eran las moscas. Uno podía vivir con moscas. Ni el calor. Hasta en pleno invierno la temperatura del patio era elevada. Los hornos de barro escupían fuego noche y día. Las manos de amianto de su papá sacaban los bloques, cortaban, pulían. Los ladrillos recién horneados se apilaban al fondo. Al chico no lo dejaban ni acercarse. Le hubiera gustado treparse. Escalar la montaña antes de que se redujera a polvo. Una vez a la semana un camión se encargaba de llevarse la producción. Las manos duras sostenían los billetes unos instantes. Y luego de vuelta al horno.
El problema no era el dinero. Al pequeño no le importaba que no le compraran una bici nueva. La vieja se oxidaba junto a los hornos. Su padre no podía arreglarla. Sus manos sólo sabían amasar el calor.
El problema era el río. El niño sabía que corría fresco más allá del monte. Lo vio una sola vez, cuando visitaron a Don Ernesto. Padre, hijo y río. Y las manos de amianto que le enseñaron piruetas de agua que nunca más olvidó.
-- Padre, llévame al río.
-- Estoy trabajando. ¿No ves? Dile a tu madre que te llene el balde.
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