Donde
más le duele
de
Bibiana Ricciardi
Leonora intenta amar a su nuevo hijo.
El bebé tiene los deditos largos, iguales a los del papá. Un hombre coqueto.
Había que limarle las uñas todas las semanas. Primero sus manos, después las de
Tomy. No se vaya a poner celoso. Competencia extrema, el chiquito haciendo
travesuras que lo enojaran, y el padrastro denigrándolo. En la casa no había
violencia, sólo gritos, alaridos, discusiones. Todo se calmaría cuando naciera
el bebé. Uno que fuera de su propia sangre. No del anterior. Uno que tuviera
sus mismos dedos delgados. Pero no se calmó. Que le iba a pegar dónde más le
doliera, le dijo. Y ella pensó en esa mano bella infringiendo dolor donde antes
depositara placer. Cortó por lo sano: se fue de su casa. Ahora, aferrada a las
manitas de su bebé, trata de imaginar cómo pudieron las otras tan iguales matar
a su Tomás a puro golpe.
Cadena
perpetua
de Bibiana Ricciardi
Desde
el balcón la avenida se ve pero no se oye. El viento sube algunos retazos del
ruido urbano. Sólidos eslabones de su cadena perpetua. Maria sabe sostenerse
del bramido lejano de un motor. Aprendió a vivir con el oído alerta. Un
bocinazo potente puede esconder los gritos de un compañero desgarrado.
Treinta
y cinco años después la avenida todavía conserva intactos sus ruidos piadosos.
María necesitaba volver seguido. Estremecerse como una hoja ante la imponente
entrada pretenciosa del campo de detención. Por eso compró un departamentito
con balcón justo enfrente. Desde allí arriba se veía casi inocuo.
Quien le hubiera dicho entonces que el río
también estaba cerca. Un río mudo, pura postal. Desde la radio la voz monocorde
del juez desgrana una condena eterna. María hunde sus ojos vacíos en la
inmensidad pequeña que se abisma. Levanta la copa y brinda. ¿Podrá dejar de temer?