El sol del
otoño no es tibio. Basta con esa patraña. Al mediodía calienta fuerte. Tanto
que levanta el vaho húmedo del piso embaldosado. Orina canina, o de cualquier
otra índole. Se te mete en la nariz y te da picazón de garganta. La plaza seca
está en el lateral del colegio. Los bancos de cemento, bajo el rayo del sol.
Una mamá espera a su hijo. O hija. El timbre de salida todavía no suena. El de
la primaria, porque el del Jardín de Infantes parece que sí; de hecho la
acompaña en la espera su otro niño. El pequeño. Ella le enseña con correcta
dicción los pormenores de un cordón en función de ser atado. Inversión maternal,
cada minuto debe servir para educar a la criatura que demuestra grandes dotes
intelectuales. Él, por su parte, asegura que puede hacerlo solo.
-- Soy tu
mamá—sostiene ella con la confianza de quien exhibe la más fidedigna carta
credencial.
-- Pues desearía
que no lo fueras—contesta el geniecillo, mientras continúa luchando con su
cordón rebelde.
Finalmente
la zapatilla queda ajustada sin ayuda externa. El chico, sin embargo, evita
sacar ventaja del logro. La madre lo toma de la mano y se acerca a la puerta
del establecimiento. Los alumnos comienzan a salir en tropel. El pequeñito se
deja llevar, pero advierte:
-- Te voy a
abandonar. Cuando lleguemos a casa te voy a abandonar.
Bibiana
Ricciardi