de Bibiana Ricciardi
-- ¿Es suya la bicicleta?
El hombre levantó la vista de su periódico y vio a una
mujer regordeta, de cachetes sonrosados por el esfuerzo, y pelo crespo entrecano.
Mantenía la puerta entreabierta, parecía apurada por seguir camino en cuanto le
dieran la información que precisaba. En toda la mañana no había entrado ni una
sola persona, y la única que lo hacía apenas si ingresaba la mitad de su torso.
La tienda de reparaciones había sido una salida de apuro para Domínguez. A su
edad no le quedaban grandes opciones para afrontar el despido, y la
indemnización tampoco permitía una inversión mucho mayor. El alquiler del local,
algunas herramientas y un poco de ingenio. Tenía habilidad en las manos. Le
faltaba astucia para hacerse una clientela. O tal vez fuera el barrio. Se había
llenado de inmigrantes, gente de paso. Qué van a reparar. Para arreglar algo
hay que tener una historia con el objeto.
Quererlo. O por lo menos deberle unos cuantos favores. El que va como
las golondrinas no le debe ninguna fidelidad a la lavadora. No hay proyectos.
El inmigrante no planifica. Piensa que está de paso. No hecha raíces, sólo planifica el regreso. En cambio el del local
de al lado sí que la había hecho bien. El locutorio era una romería de gente. Qué manera de hablar por teléfono. Por lo menos
le llenaban de voces su propio espacio, siempre vacío. Palabras incomprensibles,
sonidos irrepetibles, pero era mejor que la radio. Le daba tristeza la radio.
Le hacía acordar a los domingos de cuando todavía trabajaba en la fábrica.
Lavaba el auto en la vereda, escuchaba todos los partidos, estiraba la tarde,
evitaba la llegada de la noche. La cena con su mujer. El lunes. Odiaba la rutina
diaria de su vida monótona. Imposible sospechar que todo podía empeorar. El
sonido de la puerta al cerrarse lo volvió a la pregunta de la intrusa, quien
cansada de esperar había finalmente entrado a la casa de reparaciones y lo
observaba impaciente. ¿Sería extranjera?
Polaca, tal vez.
-- ¿Por qué pregunta?
La mujer lo fulminó con la mirada. No era de las que
soportan respuestas interrogativas a sus preguntas voraces. El hombrecito la
miraba todavía con los anteojitos colgados de la punta de su nariz ganchuda. Los
dedos tiznados por la tinta del diario que hojeaba habían dejado surcos oscuros
en su cara gris. No había sombra de ironía en su expresión. Parecía inocente.
Agota había aprendido a desconfiar de la raza humana. Sobre todo cuando se
trataba de los machos de la especie. Sin embargo, tenía desarrollado un sexto
sentido que le permitía husmear el peligro a cuadras de distancia. El tendero
no era de temer. Un pobre infeliz, eso era todo.
-- Pregunto porque se me ocurre preguntar. ¿Es suya?
Domínguez parpadeo sorprendido. El tono había sido bajo,
la voz agradable, el dejo extranjero hasta gracioso, pero la autoridad del
improperio, y la fuerza de las palabras elegidas no se condecían con la figura
de quien las profería. Se acomodó los
anteojos, cerró el diario, paso el torso de su mano por la frente, estiró las
arrugas imaginarias de su delantal de trabajo y arqueó las cejas. Acciones
todas destinadas a demorar una respuesta que se le exigía en forma un tanto
intempestiva. Agota lo dejó hacer. El tiempo estaba de su lado aunque el hombre
trate de apropiárselo. Ella manejaba el ritmo de esa secuencia y no estaba dispuesta
a resignar su liderazgo. Otros prefieren llenar esos tiempos vacíos con
insultos, gritos u órdenes. No es su caso. Agota sabe esperar. Se ha pasado más
de la mitad de su vida en la amarga espera. Sabe que la victoria es del que más
aguanta. Soportó la mirada inquisitiva de su interlocutor adivinando lo que el
otro vería en ella. Primero detendría su
mirada en sus rulos. Imposible
soslayarlos. Ingobernables, rebeldes, ni la tintura que la ayudaría a cubrir
sus años podía con ellos. Se desparramaban alrededor del círculo de su cara,
trazando un halo similar al del sol. De la cabellera pasaría a sus pechos, no
había escote que disimulara el portento. Y de allí volvería culposo a sus ojos
transparentes. No había modo de que viera peligro en ese estanque.
-- ¿Cuál?
El tendero demoraba la respuesta pese a todo. Agota
imaginó que no sería por desconfianza sino por aburrimiento. Debía ser difícil pasar
todo el día en ese cuarto oscuro deseando que entre alguien por la puerta,
viendo pasar las horas sin lograr ganar ni una moneda. El hombre ya sabía que
ella no era una clienta. Su instinto se lo indicaba con precisión. Sin embargo
retrasaba el momento de la verdad. Prefería extender la duda, ocultarse la
definición del desengaño.
-- Me da igual. ¿Alguna de las dos bicicletas es suya?
La más vieja. El modelo de dama, sin cambios. La otra
era de su vecino. Cada semana venía con algo nuevo. Al parecer, pasaba todo el
fin de semana, ocupado en agregarle nuevos detalles a su bicicleta. En los
pocos ratos libres que le dejaba el locutorio salía a lustrarla. ¿La habría
puesto en venta? Capaz que la polaca venía a comprársela.
-- La de este lado es mía. No mía, sino de mi señora
que me la presta para venir a trabajar. Ella ya no la usa. Tiene artrosis,
¿sabe? Apenas si puede moverse pobre mujer. Qué va andar en bicicleta Así que
la uso yo y de paso me ahorro un poco el combustible, que la cosa no está para
ir tirando manteca el techo. Ya sabe usted…
Agota interrumpió la repentina locuacidad del tendero
sacando un pequeño revolver del bolsillo de su chaqueta, y apuntándolo directo
a la cara, en un punto preciso entre el ojo derecho y el izquierdo. Justo donde
estuvieran los anteojos unos segundos antes de volver a deslizarse.
-- ¿Tiene las llaves del candado?
El hombre revolvió en el bolsillo de su delantal y le
extendió a la mujer una pequeña llavecita.