Una mole con vida propia espera la señal para zarpar. Trasatlántico con la proa firme hacia el mar. Como en una cabina presurizada, el espacio interior del micro impone sus propias reglas. “Se te metieron los peruanos”. La cabeza apoyada en el vidrio, Beatriz observa distante el asentamiento que se levanta junto a la terminal de ómnibus. La mezcla de olor a café recalentado, desodorante de ambiente y baño público, la traslada rápido al placer del viaje que aún no comienza. Podría dormirse, el ronroneo de la nave suele sedarla. Pero esta vez. “Se te metieron los peruanos”. Por qué se demora. Ya tendrían que estar cruzando el semáforo. El servicio no es el que era. Se va a quejar. No hay que aguantar callada. Por qué. Se aprovechan de la gente. Como ahora viaja todo el mundo, sobran los clientes. La plata sobra. Lo que falta son las ganas de trabajar. Manga de vagos. Hay que ver qué hacen todos esos para salir de la villa. Robar. Por algo se vienen a la ciudad. Acá se roba mejor. El botín es más grande. En cambio en el campo.
“Se te metieron lo peruanos.” Qué vergüenza. Todos miran y comentan. En Mar del Plata no hay extranjeros. Los vecinos bien. “Buen día, cómo le va”. Pagás las expensas y listo. Nada más. Igual en el ascensor toda gente bien. Un edificio de categoría. Lo que les costó. Sus buenos pesos. Vale la pena; es una inversión. Refugio más que inversión. Pobre Juan Carlos, qué se iba a imaginar. O sí se imaginaba. Porque bien que el no quería vender. Semejante caserón. Pero cuando se fue Lili para qué lo querían. Es una inversión. Un problema, no una inversión. “Se te metieron los peruanos”. Qué le importa Lili. Le comieron la cabeza pobrecita. El departamento de Mar del Plata, refugio. La propiedad de Chacarita, problema. A veces la carita de Lili le viene solita. No hay que pensar más en ella. Para él capaz que es fácil. Ella no. Los ojitos chinitos, chispeantes.
-- ¿Le traigo una manta? – el acompañante del chofer la mira en la oscuridad del pasillo.
-- Escúcheme una cosa. ¿Cuándo vamos a salir?
-- Nosotros estamos más apurados que usted, señora. Son los villeros que están cortando la salida de la terminal.
-- ¿Y la policía?
-- Un piquete, doña. La policía no puede hacer nada.
-- ¡Qué se vayan a protestar a otra parte! Manga de vagos. Se ponen a molestar a la gente que tiene que trabajar.
-- ¿Viaja por trabajo señora?
Beatriz lo mira sorprendida, pero el hombre ya está atendiendo al señor de atrás. Parece mentira. Falta de respeto. Encima que se acomodan en la mejor zona de Buenos Aires. Casitas de dos pisos y hasta tres. Todo ladrillo sin revocar. Adentro deben tener todos los lujos, pero afuera que dé lástima. Viven de la compasión de los blandos. De lo bancos. De los blancos blandos. “Se te metieron los peruanos”. Parece que la villa ahora está llena de paraguayos, bolivianos y peruanos. Se bajan del micro que los trae y tienen la villa ahí nomás. Van caminando. No necesitan ir muy lejos. Cercada por todos lados. Hay que ver. Si estuviera Juan Carlos se baja del micro y llama a la policía. O algún amigo que le solucione la cosa. Que todavía los tiene. Pocos pero hay. No te vas a quedar toda la noche esperando que te dejen salir. No si hay que pedirles permiso a ellos en nuestro propio país. “Si tu marido viviera se muere”. Y vive, pero no hay que decir. Prófugo, no; refugiado político. Lili sabe pero no les dice. Se conoce que algo de lo que uno le enseñó. Un resto de decencia. Por algo no dice. Si ella sabe del departamento en Mar del Plata. Torre grande. Cinco ascensores. “Buen día, cómo le va”, listo. Para qué más. Con lo que uno le ha dado. Eso es lo que duele. Todos los gustos. Como a una princesa.
La de atrás siempre les tuvo bronca. O envidia, que es lo mismo pero más peligroso. Como uno tiene un poco. Decía que ella le había comentado que le habían dado un bebé a Juan Carlos. Mentira. Qué le va a decir si tenía prohibido. En la cola del supermercado. La vio a Lili bebé. Mentira. Si se la dieron tan flaquita que no la sacaba para que no se enferme. Tantos años haciéndose la amiga, esperando el momento. Degenerada. Hizo la denuncia. Se quería quedar con todo. Tanto tiempo después se va acordar. Los de la inmobiliaria le querían comprar todo. Tiran la casa y levantan una torre. Como la de Mar del Plata. Varios ascensores. “Buen día, cómo le va”. Nadie se conoce. La de atrás, no. Lleva y trae. Veinte años o más. Quién se va a acordar. Quería quedarse con el fondo. Una pileta o algo así. No se lo vendimos porque era para Lili. Construimos la casita en el fondo para la nena. Cuando sea grande que tenga donde vivir cerca nuestro. “Se te metieron los peruanos”. Tres dormitorios, uno para la nena y el marido, y los otros dos para la nieta y el nieto. Pobre viejo. Qué iba a saber. Toda una vida.
Acelero a fondo y ya van a ver si no se corren. Valientes. Ponen a los nenes adelante. Criaturitas inocentes. Lili no tiene. No quiere. Hay que pensar en otra cosa. No existe. La peruanita es bonita. Ojitos razgados color carbón. La mira desde la ventana de la cocina. La nena juega con el perrito en el patio. Delantal blanco, trenzas negras apretadas. Un olor a frito. A picante. Se alimentan como bestias. La dejan sola. El sábado a la mañana cuando se van a trabajar. A robar, qué trabajar. Me vas a decir que tienen plata para alquilar el departamento del fondo. El de Lili. Que iba a ser para Lili pero mejor no pensar. Ella no existe. Juan Carlos tampoco. Los peruanos, sí. Son todos chorros. El que no está en la villa es porque roba. Cualquier día de estos le vacían la casa. Tanto tiempo que la deja vacía. No te vaya tantos meses a la playa, Beatriz, que te van a ocupar la casa. Que el barrio se está llenando de indeseables. La panadera es buena gente. No habla de más. Una vez le preguntó por Lili. Una sola vez y se dio cuenta, porque nunca más. Se te metieron los peruanos, le dijo una mañana cuando fue a comprar el pan. Qué vergüenza. Sintió como las mejillas se le ponían coloradas.
Ella vendió, sí. Juan Carlos estaba furioso. Pero de algo tenían que vivir. El porque no sabe. Ahí escondido. Y ella ni pensión de viuda, ni hija que la ayude a llegar a fin de mes. Que si sabía que se la iban a sacar no se la aceptaba. Para qué la quiere. Tanto trabajo para criarla para que se la quiten cuando más la necesita. Un hijo es el sustento de la vejez. Le lavaron la cabeza. Uno los educa; para qué. No le vendió a los peruanos. No señor, de ninguna manera. A quién se le ocurre. Una señora mayor que la quería para su hija. El de la inmobiliaria quería toda la casa. La de adelante y el departamento de atrás. Para tirarlo abajo y hacer una torre, seguro. Decía que era para hacer jardín. Se piensan que una es idiota. Juan Carlos le dijo enseguida. Que no vendiera. Ella que sólo el departamento de atrás. Por si se necesita pagar abogados. Porque si Lili decide algún día hablar… Beatriz no tiene nada que ver. Nunca le contaron nada. Sólo cuidar a la nena para que crezca fuerte. “Se te metieron los peruanos”. Al final, la vieja en lugar de dárselo a su hija, le alquiló el departamento de Lili a los peruanos. A quien se le ocurre. Llamó a la inmobiliaria para quejarse. Donde se ha visto. Que vivan en la villa. Ahí nomás la tienen servidita en cuanto bajan del micro. No en un barrio bien. Me desvaloriza la propiedad. Se llega a enterar Juan Carlos. El tipo le levantó la voz. Que la iba a denunciar por discriminación. A ella. Que tupé. Ella que todos los domingos a misa y a comulgar. Antes de confesión diaria. Y ayudaba con la colecta. Cada temporada juntaba la ropa vieja para donar.
El micro inspira. Expira. El impulso para el viaje. Toma aire. Lo suelta suavecito, silbante. Estertor final que anuncia la partida. El inmenso animal inicia su marcha tambaleante hacia la salida. Al costado del camino los vecinos del asentamiento observan con gesto hosco. La policía los contiene con sus machetes. Una marea azul profundo surcada por escudos protectores y cascos flotantes, que ocultan las caras. Beatriz detiene su mirada indignada en los pies de una niña. Dos, tres años. Pende frágil de la manota de una gorda que salta con el puño en alto sobre sus zapatillas con resortes. La nena, descalza, frota su piecito derecho contra la botamanga del pantalón raído. Los ojos de la mujer mayor que la observan desde el micro la atraen. Levanta su brazo y lo agita a modo de saludo. Atenta, la madre le baja de un golpe la manito.
Un rato después, ya en la ruta, Beatriz cierra los ojos y duerme. La manito de la nena aún se agita trayendo a su memoria otras. Una cadena de pequeños dedos que se atenazan.